¿Quo vadis, Turquía?

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Àlex Ruiz
26 de abril de 2017

Turquía parece estar perdiendo el favor de los inversores. Desde el intento de golpe de Estado de julio de 2016, la lira se ha depreciado un 21% respecto al dólar. Esta es, de lejos, la peor evolución entre las divisas emergentes. También siguió a la fracasada intentona golpista una revisión a la baja de la calificación crediticia turca y, en enero, perdió el grado de inversión por parte de la única agencia, Fitch, que todavía no lo consideraba «inversión especulativa». En este contexto, la diferencia entre la rentabilidad del bono soberano turco a 10 años y la de su equivalente estadounidense (la prima de riesgo) alcanzó, en julio pasado, la zona de los 800 p. b., donde se ha mantenido desde entonces.

Las dudas sobre la deriva política reciente de Turquía parecen ser el detonante de todas estas dinámicas. El país, hasta la fecha, dispone de un marco institucional mejor que el de muchos emergentes, pero los últimos acontecimientos están sembrando dudas de si ello continuará siendo así. En este contexto, cobra especial importancia el resultado del referéndum del 16 de abril, en el que se pide a la ciudadanía que refrende un importante cambio en la Constitución. Si, como se prevé, el electorado lo ratifica, Turquía dis­­pondrá de un régimen institucional en el que los poderes ejecutivos del presidente se verán notablemente reforzados, lo que abre interrogantes sobre hasta qué punto se deteriorarán los equilibrios, hasta la fecha bien afinados, entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.

Sin embargo, no solo la dimensión política genera interrogantes. Turquía ha experimentado una etapa de fuerte crecimiento desde la salida de la Gran Recesión. Así, entre 2010 y 2016, el crecimiento anual promedio se situó en el 6,7%. Pero este dinamismo ha venido acompañado de dos desequilibrios importantes: una elevada inflación (8,0% en 2010-2016) y un amplio déficit por cuenta corriente (–6,3% del PIB, en ese mismo periodo), que, a su vez, ha ge­nerado un aumento preocupante de la deuda externa (aumento de 12 p. p. de PIB entre 2010 y 2016, hasta el 48,5%). Las empresas turcas han aprovechado las favorables condiciones financieras internacionales en los últimos años, de manera que la deuda corporativa (excluyendo la banca) en divisas extranjeras escaló hasta el 32,3% del PIB en el 3T 2016 (dos terceras partes en dólares y el resto en euros), el doble que hace 10 años. Ello representa un flanco débil si el dólar y el euro, como se espera, siguen apreciándose frente a la lira. Y no cabe esperar una excesiva combatividad por parte del Banco Central de Turquía para defender su divisa, ya que sus reservas internacionales son limitadas (no llegan a cubrir la deuda externa a corto plazo).

Se trata de un patrón históricamente habitual en el país que, a medida que acelera su ritmo de actividad, intensifica su dependencia de la financiación exterior y acumula tensiones inflacionistas. Además, en los últimos años, ello se ha visto favorecido por una política monetaria excesivamente laxa: Turquía no ha tenido un tipo de referencia real positivo desde 2009. Demasiada cuerda monetaria para una economía que, como decíamos, ha crecido holgadamente hasta 2016. En este contexto, cabe remarcar que las cuentas públicas han sido, quizás, de los pocos ámbitos que han destacado positivamente.

Turquía, por tanto, presenta múltiples frentes abiertos. Un aspecto que condicionará la evolución macroeconómica prevista es la inflación, que seguirá siendo elevada (7,9%) debido al efecto combinado de la fuerte depreciación de la lira y del alza de los precios de las materias primas. En este contexto, se espera que el banco central se muestre más beligerante que en años precedentes: según el consenso de los analistas de Bloomberg, el tipo de referencia podría situarse a finales de año en el 8,75%, 75 p. b. por encima del nivel actual. Con todo, vista la laxitud monetaria de años anteriores, estas predicciones deben tomarse con cautela. La erosión de la capacidad de gasto que se deriva de la alta inflación lastrará el consumo privado, lo que, junto con la previsible atonía de la inversión, impedirá un crecimiento elevado en 2017 (2,7%, algo menos que el 2,9% de 2016). Finalmente, el déficit corriente seguirá, también, en niveles elevados (5,6% del PIB). En este contexto, el IIF estima que las necesidades de financiación brutas de Turquía alcanzarán el 28% del PIB este año (en 2016 fueron del 22%). Un reto exigente en un contexto fi­­nanciero internacional más restrictivo que en el pasado. Todo ello, probablemente, mantendrá a Turquía como uno de los «emergentes frágiles».

Àlex Ruiz
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