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Medidas excepcionales para momentos excepcionales

Vivimos circunstancias verdaderamente extraordinarias. La lucha por contener la epidemia ha provocado un parón sin precedentes de gran parte de la economía en más de medio mundo. Ante esta situación, el objetivo de la política económica debe ser doble: apoyar la gestión sanitaria movilizando todos los recursos que sean necesarios y evitar que lo que en principio es un choque transitorio acabe derivando en una contracción duradera de la actividad económica.

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17 de abril de 2020
Cartel dirigido a los pasajeros del metro de la ciudad de Nueva York

Vivimos circunstancias verdaderamente extraordinarias. La lucha por contener la epidemia ha provocado un parón sin precedentes de gran parte de la economía en más de medio mundo. Ante esta situación, el objetivo de la política económica debe ser doble: por una parte, apoyar la gestión sanitaria movilizando todos los recursos que sean necesarios. Por la otra, evitar que lo que en principio es un choque de naturaleza transitoria acabe derivando en una contracción duradera de la actividad económica.

Esto segundo requiere de actuaciones contundentes para mitigar el impacto que están sufriendo familias y empresas. En alguna ocasión se ha dicho que es necesario «mantener vivo el tejido productivo», que no colapsen las empresas y que no se destruya empleo. Pero el objetivo tiene que ser, aún si cabe, más ambicioso: además de vivo, el tejido productivo debe salir de esta situación con suficientes fuerzas para que la recuperación pueda ser rápida. Si familias y empresas emergen de esta crisis con una posición financiera muy debilitada, la demanda se resentirá, habrá empresas que no aguantarán mucho tiempo y parte del empleo que hoy se salve se acabará perdiendo.

Debemos ser conscientes de que el coste fiscal de las medidas necesarias para evitar una larga recesión puede ser muy alto. Idealmente, el coste debería acercarse a lo que caiga el PIB. Al fin y al cabo, la otra cara de la moneda de una caída del PIB es un descenso en los ingresos de los asalariados y de los autónomos y de los beneficios de las empresas, a no ser que se produzca un flujo de transferencias públicas que lo compense. Un problema es que en estos momentos existe una gran incertidumbre sobre la magnitud del retroceso que puede experimentar el PIB este año, algo que dependerá fundamentalmente de cuándo podamos dar la pandemia por controlada y a qué ritmo podamos volver a hacer vida «normal». En el mejor de los casos, el PIB podría caer unos pocos puntos porcentuales, pero no se puede descartar una caída muy superior, incluso de dos dígitos.

Los programas que los Gobiernos europeos, incluido el español, han ido anunciando en las últimas semanas van en la buena dirección, pero es probable que deban ampliarse. Facilitar y bonificar los ERTE, relajar las condiciones para cobrar los subsidios por desempleo o cese de actividad, otorgar moratorias crediticias, ofrecer avales y posponer el cobro de impuestos son esenciales. Pero si el impacto de la crisis sanitaria sobre el PIB es superior a unos pocos puntos porcentuales, será necesario contemplar la prolongación de algunos ERTE y mejorar la cobertura que ofrecen a los trabajadores; condonar impuestos y cotizaciones sociales para aligerar los costes y reforzar la solvencia de las empresas de los sectores más afectados, y, ante el riesgo de una destrucción masiva de contratos temporales en los próximos meses, incentivar su renovación.

Esta respuesta fiscal debería ser un esfuerzo compartido por todos los países de la UE y, en particular, de aquellos que comparten la moneda única. No todos los países de la eurozona pueden permitirse la relajación fiscal que esta crisis reclama porque su déficit o su nivel de deuda es demasiado alto pero, también, porque la cesión de la soberanía monetaria les priva del apoyo que puede ofrecer un banco central propio como prestamista de última instancia. Por eso hace años que muchos reclamamos que la unión monetaria debe completarse con una unión fiscal. ¿Si no lo hacemos ahora, cuándo lo vamos a hacer? Desafortunadamente, esto continúa siendo anatema en muchos países, que insisten en ofrecer, como mucho, préstamos con mayor o menor condicionalidad a los países que lo necesiten.

En ausencia de un esfuerzo fiscal mancomunado, la alternativa es una monetización más o menos explícita de los déficits públicos. El programa de compras de deuda que hace poco ha anunciado el BCE, una versión mejorada del whatever it takes de Mario Draghi, es un paso en esta dirección. Christine Lagarde se equivocó cuando dijo que el banco central no estaba para reducir los diferenciales de deuda entre los países de la unión monetaria –ella misma lo reconoció de inmediato–. De hecho, mucho me temo que esta será una de las principales tareas del BCE si no damos pasos decididos hacia una unión fiscal.