Las «décadas perdidas» de Japón: entre el mito y la realidad

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Avelino Hernández

Desde hace años se oyen avisos sobre el riesgo de «japonización» de la eurozona, un término de connotaciones claramente negativas. En efecto, numerosos observadores perciben la evolución económica japonesa de las últimas décadas como una sucesión de desgracias, cuya génesis se remonta a la segunda mitad de los años ochenta, con la formación de una gigantesca burbuja de crédito, inmobiliaria y bursátil. Su inevitable estallido precipitó los problemas, que se prolongaron durante una tortuosa resaca posterior, plagada de bancos zombis, deuda pública disparada, deflación persistente y crecimiento exiguo del PIB. Sin embargo, otros ponen el foco en variables en las que Japón ha mostrado registros, cuando menos, satisfactorios: una renta per cápita que no ha dejado de crecer y que se mantiene entre las más elevadas del mundo, una tasa de paro que ha permanecido en cotas muy reducidas, un índice de desigualdad en la distribución de la renta relativamente bajo, así como posiciones envidiables en los rankings de competitividad internacional. Dos preguntas surgen de inmediato: ¿a qué obedece esta disparidad de valoraciones?, y ¿hasta qué punto Japón constituye un compendio de lo que la eurozona debe evitar?

Las alertas de japonización van dirigidas a los responsables de la política económica, aduciendo que, en el país asiático, se cometieron diversos errores de bulto. Las quejas más sonoras se han referido a las políticas anticíclicas, encargadas de que la economía alcance su plena capacidad de producir de forma sostenible en el tiempo: las políticas monetaria, fiscal y del sector financiero. Pero tampoco han faltado críticas respecto a las políticas de reformas estructurales, cuyo propósito es aumentar la capacidad potencial de producir. Los dos artículos siguientes de este Dossier examinan con detalle sendas áreas, con el propósito de arrojar luz en el caso de la eurozona. Son pertinentes, no obstante, dos advertencias respecto a esta segmentación del análisis. Una referida a la forma: hay cierta arbitrariedad cuando se adscribe una política a uno u otro ámbito. En particular, la política relativa al sector financiero tiene una clara dimensión de demanda, en tanto que es crucial para que los impulsos monetarios se transmitan a la economía real. Pero también ejerce una notable influencia sobre la oferta y el potencial de crecimiento, en la medida que un sistema financiero sano es clave para movilizar los recursos justamente hacia los destinos más productivos. La segunda advertencia tiene más calado de fondo: esas políticas interaccionan de manera compleja, unas veces reforzándose y otras contrarrestándose, antes de alcanzar sus efectos sobre las distintas variables objetivo. Enjuiciar cada una por separado puede llevar a conclusiones engañosas o incompletas, máxime si se hace sobre un periodo corto. Por ello es conveniente enmarcar el examen de las políticas individuales en una valoración del entramado conjunto (policy mix), con arreglo a los resultados obtenidos en términos del propósito último de mejorar, de forma sostenida en el tiempo, el bienestar económico de los ciudadanos. A estos efectos, el primer gráfico ilustra posibles trayectorias alternativas del PIB después de que la economía recibe un shock y se desencadena una crisis. El fantasma de la japonización alude a la senda identificada con la leyenda «Recuperación lenta». Con frecuencia, las críticas a las políticas japonesas se formulan por comparación con las de otros países, en particular EE. UU., que habrían sido más apropiadas para situarse sobre la trayectoria de «Recuperación rápida».

La economía nipona sufrió fuertes shocks durante los años noventa. El primero, justo en el arranque de la década, cuando estalló la burbuja antes citada. El segundo, en 1997, con la quiebra de algunos bancos que venían tambaleándose desde aquel golpe inicial, y con la irrupción de la crisis financiera de diversos países del sudeste asiático. Los shocks de referencia en EE. UU. tuvieron lugar unos cuantos años más tarde: los estallidos de la burbuja bursátil del sector de la tecnología en el 2000 y, especialmente, de la burbuja inmobiliaria en 2007, semilla de la formidable crisis financiera postLehman. Las respuestas de las políticas anticíclicas en uno y otro país se presentan como an­­­tagónicas. En materia de política monetaria, la Reserva Fe­­deral reaccionó con gran agresividad, recortando rápidamente los tipos de interés oficiales y desplegando programas de expansión cuantitativa a gran escala. En cambio, el Banco de Japón fue mucho más tímido en los años noventa y 2000. Tardó tiempo en recortar los tipos y apenas hizo uso de la expansión cuantitativa. En el ámbito de la política fiscal, EE. UU. adoptó una estrategia de estímulos concentrados en el tiempo y selectivos en el contenido, con la intención de reanimar los motores económicos críticos. En Japón, la crisis de los noventa disparó el déficit público, que luego se ha mantenido elevado. La acumulación de deuda ha sido grande, pero hay dudas sobre su capacidad para estimular la demanda y sobre la eficiencia del gasto, con frecuencia obras públicas poco productivas. Pero donde tal vez más diferencias se han establecido es en el frente de la política de saneamiento bancario. EE. UU. optó, también aquí, por la contundencia, forzando una recapitalización temprana de las entidades en apuros y reservando sin tapujos dinero público para ello. Japón siguió un camino distinto, demorando tanto el reconocimiento de la morosidad como la recapitalización bancaria. Ello generó el problema de los bancos zombis que, con frecuencia, intentaban dar un precario apoyo a empresas también moribundas. Según el guión narrativo generalmente aceptado, esas políticas anticíclicas tímidas e inconsistentes de Japón durante más de 20 años no hicieron sino prolongar, hasta convertir en crónica, una dolencia de insuficiencia de demanda agregada, a la vez que agravaban la acumulación de deuda pública. Este fracaso en reanimar la demanda, sigue la historia, habría tenido graves repercusiones en forma de presiones deflacionistas y menoscabo del PIB potencial, por la entrada en funcionamiento de los denominados efectos de histéresis (inversiones productivas que se cancelan, personas que abandonan el mercado de trabajo por desánimo o que pierden cualificación por permanecer desocupadas demasiado tiempo, etc.). A ello hay que añadir, según algunos, la ausencia de reformas estructurales con enjundia suficiente para transformar un sistema de relaciones laborales demasiado paternalista, y una regulación que genera rigideces en los mercados de bienes y servicios. También aquí, el referente que, de manera explícita o implícita, se tiene en mente es EE. UU., con su modelo de mercados libres y flexibles.

Las críticas a las políticas japonesas se predican sobre la base de los resultados macroeconómicos cosechados. Una primera mirada les da la razón: durante las tres últimas décadas, el crecimiento acumulado del PIB japonés ha sido sensiblemente inferior al norteamericano, a la vez que se ha registrado una deflación persistente. El diagnóstico, sin embargo, resulta muy distinto cuando se considera el crecimiento del PIB per cápita, una variable más apropiada, en principio, para medir el progreso económico de los ciudadanos. Sobre este eje, el registro japonés se acerca mucho al de EE. UU. Como es bien sabido, Japón fue el país que primero y con más rapidez se adentró en lo que se denomina la «transición demográfica» (envejecimiento y desaceleración de la población). Lo que se conoce menos es que el impacto negativo de este desarrollo sobre el PIB total (directo en la medida en que la fuerza laboral viene disminuyendo desde principios de los noventa) no ha impedido una evolución, al menos hasta ahora, razonablemente satisfactoria del PIB per cápita. También es posible, aunque al respecto hay muchas más dudas conceptuales y empíricas, que la demografía haya influido en la dinámica de deflación persistente pero suave (el IPC japonés descendió un 4% acumulado entre 1998 y 2012, una cifra modesta comparada con el desplome del 25% en EE. UU. entre 1929 y 1933).

El factor demográfico parece quitar hierro a las críticas, pero sería un error caer en la complacencia. Por un lado, su dinámica no es completamente exógena a la propia evolución económica, máxime en periodos largos. Por ejemplo, los efectos de histéresis y políticas de oferta como las de natalidad o inmigración tienen influencia. Por otro lado, si bien las pautas demográficas japonesas deben considerarse fruto de las preferencias individuales y colectivas ejercidas libremente, no dejan de ser trascendentes los efectos que pueden derivarse a la larga. Dos son especialmente preocupantes de ahora en adelante: el aumento de la carga de la deuda pública sobre unas generaciones futuras con menos miembros, y la posible pérdida de impulso innovador y predisposición a tomar riesgos empresariales.

De todo lo anterior se desprende que diversos motivos contribuyen a la disparidad de valoraciones sobre la experiencia japonesa señalada al inicio. El primero es propio del fenómeno «elefante en la habitación», esto es, la presencia de un elemento tan obvio (la demografía) que se omite de la discusión por parte de algunos, tal vez porque perturba determinados análisis y conclusiones. El segundo es menos evidente y más polémico: las distintas sensibilidades sobre el modelo económico-social al que se debe aspirar y, por extensión, las opciones adecuadas de política económica. Ligado a ello, un tercer aspecto se remite a la forma de valorar las circunstancias que rodearon la toma de decisiones en cada momento histórico, en particular, el marco institucional y el entorno internacional. Estos dos últimos han debido ser factores importantes en el giro de política económica introducido en 2013 por el primer ministro Shinzo Abe, para acercarse, ahora sí, al recetario norteamericano. De alguna manera, este giro vendría a ser un reconocimiento de que la política económica distaba de ser la adecuada. Tal como los dos artículos siguientes de este Dossier exponen, Japón ha cometido, a lo largo de los últimos años, algunos errores que la eurozona haría bien en evitar, pero los resultados globales aquí repasados indican que no se ha tratado, en modo alguno, de un desastre total.

Avelino Hernández

Departamento de Mercados Financieros, Área de Planificación Estratégica y Estudios, CaixaBank

Avelino Hernández
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