Política monetaria

Tribulaciones monetarias y fiscales: el largo camino hasta el Abenomics

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Jordi Singla
Escaleras de un templo de Kyoto, Japón

Las políticas japonesas de gestión de la demanda agregada han estado rodeadas por la polémica durante décadas. Aunque en ocasiones las críticas han sido exageradas, lo cierto es que, desde la perspectiva que da el tiempo, pueden identificarse algunos episodios en los que el curso de acción pudo haber sido mejor. La eurozona puede extraer lecciones útiles al respecto.

La semilla de las complicaciones japonesas se sembró a mediados de la década de los ochenta. Sobre la base de unos excelentes registros económicos, empezaron a formarse burbujas trillizas en el crédito bancario, los precios inmobiliarios y las cotizaciones bursátiles. Las tres alcanzaron magnitudes formidables, en medio de la pasividad de las autoridades económicas. Este es ya el primer motivo de crítica: ni la política monetaria ni la macroprudencial salieron al paso de aquellos excesos. Ciertamente, esta culpa también es achacable a EE. UU. (en 2000 y en 2007) y a la eurozona (en 2008, en diversos países de la periferia). La lección de todos estos episodios debería estar bien aprendida: durante la fase de bonanza conviene frenar los booms crediticios. Mucha más discusión existe en torno a la respuesta adecuada cuando la burbuja explota. Fue en esa tesitura cuando Japón se ganó su estigma.

El estallido de las burbujas japonesas se produjo en 1990. El desplome bursátil e inmobiliario tuvo una magnitud comparable al crash de 1929 en EE. UU. El sector bancario resultó el más afectado, de entrada, por las minusvalías en sus carteras de participaciones industriales y, después, por la morosidad y la baja rentabilidad. El sector corporativo no financiero también recibió un duro golpe, por sus activos depreciados y su alto endeudamiento. La afectación sobre los balances de las familias fue menos intensa, pero en absoluto desdeñable. Como contrapunto, al inicio de la crisis el Gobierno se encontraba con un nivel de deuda relativamente bajo. Una comparativa rigurosa con la situación agregada de la eurozona en 2008 identificaría diferencias muy importantes entre uno y otro episodio, que no deberían pasarse por alto en un análisis detallado. Sin embargo, hay dos hechos estilizados comunes que dejan impronta: graves problemas de solvencia de los bancos y un elevado endeudamiento del sector privado. Un contexto retador para las políticas fiscal, monetaria y de regulación financiera.

La política fiscal fue la primera línea de defensa desplegada en Japón. Ya desde 1990, el Gobierno emprendió una expansión presupuestaria de intensidad creciente para reactivar la economía o, cuando menos, amortiguar el golpe sobre el sector privado. El nivel de la deuda pública neta era del 12% del PIB en 1990, lo que dejaba margen para incurrir en déficits. El estímulo alcanzó su mayor intensidad en 1993, y luego se moderó a la vista de ciertos signos de recuperación económica en 1995-1996. En retrospectiva, aquella mejora incipiente condujo a un error de cálculo. El Gobierno acometió en 1997 un programa de consolidación fiscal que incluyó una notable subida del IVA (con la deuda pública neta todavía en un modesto 34% del PIB). Los efectos contractivos fueron fulminantes. Es justo reconocer la irrupción de otro elemento negativo, ajeno a las autoridades niponas: la crisis financiera del Sudeste Asiático de 1997-1998. Japón entró en recesión y empezó la etapa deflacionista. A partir de entonces, la política fiscal ha navegado en la indefinición, sin una estrategia clara y condicionada por la acumulación de deuda pública, fruto, a su vez, del exiguo crecimiento y del factor demográfico (la deuda neta alcanzó el 82% del PIB en 2006 y el 139% en 2014). Para algunos analistas, las secuencias de arranque y parada características de la política fiscal japonesa entre 1990 y 2009 mermaron su eficacia. Otras críticas se dirigen a la composición de los estímulos. Por el lado del gasto, Japón cometió el error de destinar recursos abundantes a obras públicas poco productivas. Por el de los impuestos, las autoridades no han conseguido diseñar un sistema tributario con suficiente capacidad recaudatoria, a la vez que cuidadoso con los incentivos sobre empresas y familias.

La política monetaria fue la segunda línea de defensa. Desde la perspectiva que da el paso del tiempo, y las experiencias de los últimos años de la Reserva Federal (Fed) y del propio Banco Central Europeo (BCE), puede afirmarse que los estímulos monetarios de Japón en los años noventa fueron tímidos. Es cierto que el Banco de Japón (BOJ) reaccionó de manera temprana al colapso de las burbujas y, ya en 1990, empezó a bajar su tipo de interés oficial. Pero lo hizo de manera lenta: desde el 6% hasta el 0,5% en 1995. Otra cifra significativa es que, entre 1990 y 1997, la base monetaria del BOJ solo pasó del 8% al 10% del PIB. Esto contrasta con la extrema agresividad y rapidez de la Fed en EE. UU. tras el estallido de la burbuja de 2007. El comportamiento del BCE desde 2008 se situaría en un término intermedio entre ambos, si bien ha ido mutando de la moderación del periodo 2008-2012 hacia la agresividad desde 2013.

Diversos factores ayudan a explicar las elecciones que fue tomando el BOJ, ya desde 1990: el diagnóstico de la situación, sus preferencias ante los trade-offs y las circunstancias del entorno institucional e internacional. Posiblemente el error más trascendente fue no apreciar la singularidad y gravedad de una crisis que se cebaba en la solvencia y la liquidez de los bancos. La tolerancia ante el fenómeno de los bancos zombis resultó fatal. Por un lado, impidió que los impulsos monetarios iniciales llegaran con suficiente potencia a la economía real. Por otro, perpetuó la presencia de un eslabón débil, que acabó rompiéndose con los shocks asiático y fiscal de 1997. Ese año quebraron varias entidades importantes, pero hubo que esperar hasta 2003 para la creación de agencias públicas que, de forma centralizada, reestructuraran la morosidad bancaria.

Cuando el problema bancario quedó más o menos apuntalado, la política monetaria de la década de los 2000 tuvo que abordar el fantasma de la deflación. Nuevamente, el BOJ prefirió pecar de conservador: con el tipo oficial ya cerca de cero, aplicó de manera lenta y dubitativa algunas medidas de expansión cuantitativa, pero enfocadas a proporcionar liquidez a unos bancos convalecientes, que apenas la trasladaron al sector privado. Además de las dudas manifestadas por la propia entidad sobre el diagnóstico (alrededor de la posible influencia del factor demográfico como causa no monetaria de la deflación), hay que enmarcar esa posición moderada del BOJ en sus objetivos y preferencias. En 1998, justo al inicio del periodo deflacionista, una ley confirió independencia al BOJ, estableciendo la estabilidad de precios como objetivo primordial, pero no se fijó una cifra concreta y explícita. A la vista de una deflación de baja intensidad y bien tolerada por la sociedad japonesa (junto con una tasa de paro muy baja), el BOJ debió valorar que los costes y riesgos de actuaciones más agresivas superaban los beneficios potenciales. El temor a perder credibilidad antiinflacionista y a desentonar en un entorno internacional que se movía por otros derroteros tuvo su peso. Pero esto cambió radicalmente con la crisis occidental de 2007-2008. A la vista del tremendo impacto del shock, de la respuesta abrumadora de la Fed, de la apreciación del yen y del respaldo obtenido en las elecciones de 2012, el primer ministro Shinzo Abe impulsó una auténtica revolución de la política económica, bautizada como Abenomics.

El despliegue efectivo de los tres ejes que configuran el Abenomics está siendo desigual. Las reformas estructurales son, por ahora, escasas. La política fiscal sigue atrapada por la deuda, de modo que el programa inicial de gasto en 2013 tuvo que ser contrarrestado con un incremento del IVA en 2014. Pero la agresividad de la política monetaria está superando todos los registros. Se ha puesto en marcha un programa de compras de activos por 80 billones de yenes anuales (más de un 15% del PIB nominal de 2014), que se prolongará hasta que la inflación alcance la zona del 2%. Estas compras abarcan una gama variada de activos, pero el grueso son bonos públicos. De hecho, es el país más cercano a una genuina monetización de la deuda. No cabe duda de que los pros y los contras de la política monetaria cuantitativa, que tanto se han discutido en general, se van a poner a prueba en Japón durante los próximos años. De momento, la inflación y las expectativas de inflación se han elevado hasta cotas positivas, aunque todavía estén lejos del 2%, mientras que la mejora en términos de crecimiento del PIB es más discutible.

La eurozona puede extraer algunas conclusiones de esta larga experiencia japonesa. La primera es la necesidad de actuar con cautela ante las recuperaciones incipientes y la importancia de establecer hojas de ruta inteligentes en la retirada de los estímulos. La segunda es que no todas las partidas de gasto son iguales. En tercer lugar, admitiendo la necesidad de los estímulos monetarios (el consenso aquí no es unánime, pero casi), la contundencia es deseable. Tal vez la enseñanza más útil sea que la resolución de los problemas del sector financiero es un factor que aumente la eficacia de los estímulos. Finalmente, no puede obviarse el entorno internacional: la recuperación japonesa de los noventa se vio seriamente afectada por la crisis asiática, mientras que las políticas de EE. UU. desde 2007 han actuado como catalizador del nuevo Abenomics. El tiempo nos dirá si ha sido para bien.

Jordi Singla

Departamento de Macroeconomía, Área de Planificación Estratégica y Estudios, CaixaBank

Jordi Singla
Etiquetas:
Japón Política fiscal
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