Actividad y crecimiento

Los dividendos de la integración de la Europa emergente en la UE

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Àlex Ruiz

Reunidos en Copenhague, en 2002, los jefes de Gobierno de los 15 estados de la UE y los 10 países candidatos acordaron que la ampliación de la UE sería una realidad el 1 de mayo de 2004.1 Fue un momento de celebración y de máximas con vocación de trascendencia por parte de todos los asistentes, pero quizás quien capturó mejor los anhelos de la Europa emergente fue Siim Kallas, primer ministro estonio, al afirmar que Europa era un nuevo espacio de oportunidad para los futuros países miembros gracias a la posibilidad de recibir inversión, vender sus productos y viajar y trabajar en Europa. Quizás el pragmatismo que desprenden estas afirmaciones puede parecer poco ambicioso (en definitiva, Kallas se daba por satisfecho con acceder a un gran mercado interior), pero un rápido vistazo a la historia arroja una conclusión diametralmente opuesta: entrar en la UE contenía una promesa que durante gran parte del siglo XX se había mostrado inasequible para la mitad este del continente europeo.

Visitemos la región en cuatro momentos puntuales muy significativos. Año 1937, Checoslovaquia tiene una renta per cápita equivalente al 72% de Europa Occidental; Hungría, el 63%; Polonia, el 48%; Bulgaria, el 39%, y Rumanía, el 28%. Año 1992, poco después del colapso de la URSS y la caída del Muro. Tras cerca de cinco décadas de economía planificada, las posiciones relativas en términos de prosperidad en la región no se habían alterado y, de hecho, habían divergido respecto a los estados avanzados del continente. Año 2004, tras una década de transición hacia la economía de mercado se produce la ampliación. ¿Situación? Misma ordenación y prácticamente niveles idénticos de prosperidad relativa que en 1937. Y, finalmente, año 2016. Por fin, tras un siglo calamitoso, la ansiada convergencia real ha empezado a producirse: desde su adhesión a la UE, los países mencionados han sido capaces de recortar, en función del caso, entre 9 y 24 p. p. su desventaja en nivel de renta.

Esta historia de éxito (en unos países en mayor medida que en otros) se debe principalmente a la combinación de dos aspectos, el proceso de engarce de estas economías con el núcleo duro de la UE y la modernización de las instituciones de los países de la región. En materia de integración económica, la evolución es claramente positiva. Desde 1995, cuando se inicia la preparación para la adhesión, la ratio de exportaciones más importaciones con la eurozona en porcentaje del PIB ha pasado del 29,2% al 55,9% actual. En este proceso han destacado especialmente Polonia, Hungría, la República Checa y Eslovaquia, que doblaron con creces la intensidad de sus intercambios con la eurozona. Otro ámbito clave es el de las entradas de inversión extranjera directa (IED). En el periodo mencionado, la Europa emergente recibió el equivalente al 4% del PIB anualmente, una cifra significativa teniendo en cuenta que, entre 1986 y 1997 (el mismo periodo desde su adhesión a la UE), España recibió flujos de entradas de IED equivalentes al 2,2% del PIB. Ciertamente, a partir de 2007, el impulso ha disminuido, pero posterguemos la interpretación de este hecho y avancemos algo más. Un tercer aspecto que revela el alto grado de integración son los flujos de personas. En una región en estancamiento demográfico, la emigración bruta ha sido abultada. En Polonia, el país que más ha contribuido a esta dinámica, entre 1995 y 2015, emigró un 1,8% de la población.

El segundo ámbito clave en la historia de éxito de la Europa emergente es el de la modernización institucional. Una buena aproximación a este concepto la proporciona el índice de calidad de la regulación del Banco Mundial, que captura si la regulación y las políticas públicas son favorables al desarrollo de la iniciativa privada. De acuerdo con dicha medida, si en 1996 la calidad regulatoria era similar a la de la Argentina de entonces, en 2016 equivalía a la actual de Portugal. Como se aprecia, una evolución notablemente positiva. Pero también puede observarse que, desde mediados de la década de los 2000, el progreso es escaso. Ahora es el momento de repescar el fleco de la inversión exterior que habíamos dejado aparcado. Antes decíamos que, si bien los flujos han seguido llegando, lo hacen a un ritmo mucho más lento que en el pasado. Aunque los determinantes son múltiples, y no todos imputables a factores idiosincráticos de los emergentes, la falta de mejora institucional es un lastre.

De todo lo mencionado se desprende que es razonable defender que ha existido lo que podemos denominar dividendos económicos de la integración de la Europa emergente en la UE. Los ejercicios empíricos así lo apuntan, pero también que este efecto se está diluyendo y que el patrón de crecimiento está cambiando. Así, como se calcula en el artículo «Análisis del ciclo económico de la Europa emergente» de este Dossier, desde 2009 la región está basculando hacia lo que a veces se denomina un modelo de crecimiento extensivo, es decir, más basado en la acumulación de factores que en el crecimiento de la productividad. Para reorientarse hacia un modelo de crecimiento intensivo, los países de la Europa emergente deberán replantearse lo que esperan de la UE así como lo que deben aportar a la construcción de la misma. También deberán mejorar su dotación de infraestructuras y reemprender el camino de la mejora institucional. La relación entre la UE y la Europa emergente será determinante en ambos casos, aunque aquí nos centraremos en mayor medida en el primero.

La Europa emergente exhibe un nivel de prosperidad relativa más baja que la del promedio de la UE. Ha sido, por tanto, receptora prioritaria de los distintos fondos y transferencias de la UE destinados a financiar las acciones de cambio estructural, bien sea mediante el desarrollo regional, la dotación de infraestructuras o la modernización de la agricultura. En promedio anual, desde 2004, la Europa emergente ha recibido transferencias netas del presupuesto de la UE equivalentes a un 2,2% del PIB (España, en ese mismo periodo, ha recibido una cifra equivalente al 0,3% del PIB). Más allá de la eficiencia con la que se ha utilizado el apoyo de la UE, este abultado importe sugiere que la transformación de la región ha sido mayor gracias a estos fondos.

La contradicción es que, dada la condicionalidad con la que operan estos fondos, cuanto más prósperos sean los países, menos fondos recibirán. Por tanto, la Europa emergente deberá discutir en profundidad cómo ajustar la política regional y el resto de fondos de finalidad estructural a partir de 2020, cuando el actual periodo de programación financiera finalice. Pero en esta discusión el grado de influencia dependerá también de si el resto de socios de la UE perciben que la región es un actor claramente constructivo en el proyecto europeo. La dinámica reciente de las relaciones entre ciertos países de la Europa emergente y la UE no es muy prometedora. Además de los desencuentros que se revisan en el artículo «Riesgo político en la Europa emergente: ¿hasta qué punto debemos preocuparnos?» de este Dossier, otros aspectos como la tibieza que muestran estos países hacia su teórica incorporación al euro sugieren un distanciamiento excesivo. Y esto, en un momento en el que existe una importante ventana de oportunidad (y, seguramente, de necesidad) para relanzar la construcción europea, especialmente en el ámbito de la integración monetaria, parece un error estratégico:2 la Europa emergente debería entender que la UE sigue proporcionando oportunidades importantes para la mitad este del continente.

Antes decíamos que un segundo ámbito de cambio del modelo de crecimiento es reactivar el proceso de mejora institucional, lo que a veces se denomina reformas de segunda generación. Si, en el pasado, la adhesión a la UE fue un acicate para dotarse de un marco institucional moderno, no es descabellado hacer de la necesidad una virtud y buscar la forma en que el progreso de la UE y de las instituciones de los emergentes vayan de la mano. En definitiva, si en los últimos 20 años el esfuerzo de la Europa emergente le permitió beneficiarse de un obvio dividendo económico de la integración, por qué no reconocer que lo que corresponde a unos países que ya no son los de décadas atrás es que inviertan decisivamente en capital político y obtengan, en justa compensación, dividendos políticos de la integración. O, parafraseando a John F. Kennedy, que no se planteen tanto qué puede hacer la UE por ellos, sino ellos por la UE.

Àlex Ruiz

Departamento de Macroeconomía, Área de Planificación Estratégica y Estudios, CaixaBank

 

1. En este artículo, cuando nos referimos a la Europa emergente, consideramos los siguientes países: Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Hungría, Letonia, Lituania, Estonia, Rumanía, Bulgaria y Croacia. Los ocho primeros se integraron en la UE en 2004, Rumanía y Bulgaria en 2007 y Croacia en 2013.

2. Sobre la cuestión, véase Mestres, J. y Ruiz, À. (2017), «Unión Europea: claves para un renacimiento», en el IM 09/2017.

Àlex Ruiz
Etiquetas:
Integración europea Unión Europea
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