Análisis de coyuntura

Deberes para el verano

El debate de las últimas semanas es valorar la probabilidad de una recesión global. Pero hay que tener en cuenta que una recesión es más que una fase de crecimiento por debajo del potencial o una caída del PIB durante un par de trimestres.

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Niño haciendo deberes de matemáticas. Foto de Joshua Hoehne en Unsplash.

Superado el ecuador del curso, los efectos de los desajustes entre oferta y demanda sobre la inflación continúan presidiendo el comportamiento de la economía mundial obligando a adaptar su hoja de ruta a la nueva realidad, tanto a los bancos centrales como a los gobiernos. Termómetros como el registro del primer déficit comercial en Alemania en 30 años, la aproximación de la cotización del euro a la paridad frente al dólar y la reaparición del riesgo de fragmentación financiera en Europa reflejan las disrupciones a las que se enfrenta la economía mundial. A la dificultad de abordar un desafío para el que no existen precedentes en las últimas cuatro décadas se une la complejidad de incluir en los escenarios económicos el aumento de las tensiones geopolíticas. Todo ello en una coyuntura poco propicia para la coordinación de unas políticas económicas exhaustas tras el esfuerzo realizado para afrontar la pandemia.

El panorama es especialmente complicado para los bancos centrales, pues las dinámicas de los precios van mutando paulatinamente, lo que dificultará administrar la dosis adecuada de endurecimiento de las condiciones financieras que permita encauzar el problema de la inflación, minimizando los daños colaterales en crecimiento y estabilidad financiera. Sobre todo, porque cada vez es más difícil discernir qué parte de la escalada de los precios tiene su origen en el lado de la oferta y cuál en el de la demanda. Tras las últimas sorpresas negativas, la sensación es que los repuntes de precios se van filtrando a más componentes de las cestas de bienes de consumo, lo que está obligando a intensificar el proceso de normalización monetaria, teniendo en cuenta que los precios de la energía parece que se mantendrán en niveles elevados durante más tiempo del esperado y que otros problemas de oferta (cuellos de botella, desajustes en los mercados de trabajo) no van a desaparecer de la noche a la mañana. En el caso del BCE la complejidad es mayor, pues mientras se desmonta todo el entramado de herramientas no convencionales que se pusieron en marcha para afrontar las dos últimas crisis (PEPP, TLTRO, etc.) se debe diseñar en tiempo récord una nueva herramienta para afrontar el riesgo de fragmentación que, además de ser flexible, tendrá que incluir condicionalidad, es decir, medidas que garanticen la sostenibilidad fiscal de los países que reciban apoyo.

La erosión que está provocando el aumento de precios en la capacidad de compra de los agentes, la vuelta de tuerca de los bancos centrales que se ha trasladado a toda la curva de tipos de interés y la impresión de que Rusia puede cortar el suministro de gas a Europa en cualquier momento han provocado el deterioro de la confianza de los inversores, un aumento de la incertidumbre y la revisión a la baja de las expectativas de crecimiento. La duda es si esa preocupación por lo que nos puede deparar el otoño puede anticipar decisiones de compra y mejorar el comportamiento de la economía en los meses de verano, aprovechando el ahorro acumulado todavía a disposición de las familias, o, por el contrario, adelantar ya su impacto a través de un deterioro de la confianza.

En ese delicado equilibrio entre certezas y expectativas, el debate es si la reducción del gasto agregado necesaria para encauzar las tensiones de precios terminará en un aterrizaje suave o, dadas las turbulentas condiciones que afronta el ciclo de negocios, debemos esperar una recesión en la eurozona y en EE. UU. Realmente, hay pocos precedentes que con inflaciones en doble dígito y un punto de partida tan laxo de la política monetaria se pueda encauzar una inercia tan negativa de los precios sin afectar de forma apreciable a la actividad. Especialmente en EE. UU., donde los consejeros de la Fed están anticipando que la política monetaria necesitará situarse en zona restrictiva en 2023, con tipos de interés por encima del 3,5%. Tras este movimiento, la curva de rentabilidades se ha invertido (2 años/10 años), descontando una contracción de la actividad en invierno que permitiría domeñar a la inflación y daría paso a un nuevo proceso de bajada de tipos, incluso antes de finalizar 2023.

En definitiva, el debate de las últimas semanas es valorar la probabilidad de una recesión global. Pero hay que tener en cuenta que una recesión es más que una fase de crecimiento por debajo del potencial o una caída del PIB durante un par de trimestres, pues el ajuste de la actividad debe ser profundo, duradero, extenderse a toda la economía y afectar a ingresos, producción y empleo. Es verdad que las señales de desaceleración son claras y que un nuevo shock de oferta ocasionado por un corte de los suministros de gas a Europa sería el golpe definitivo al ciclo de actividad, pero de momento no se puede dar por descontada una recesión global, al menos mientras los mercados de trabajo sigan presentando una elevada solidez y los mercados financieros sigan asimilando el cambio en la política monetaria de forma ordenada, es decir, sin un incremento de la inestabilidad. En este sentido, una cuestión particularmente relevante a corto plazo será el diseño de la nueva herramienta del BCE, justo cuando se va a cerrar el programa monetario más expansivo de la historia de Europa. Unos deberes nada sencillos en plena época estival para la autoridad monetaria europea.

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Opinión Recesión