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Crisis financiera turca: en tiempo de descuento

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Àlex Ruiz
Pantalla digital con el acrónimo de la lira turca

Desde el día 1 de agosto, la lira turca se ha depreciado alrededor de un 20%, lo que la sitúa como la segunda divisa emergente que más ha sufrido tras el peso argentino. En lo que va de año, la depreciación acumulada es de aproximadamente el 40%, solo superada, de nuevo, por la del peso. Asimismo, y también desde principios de año, el tipo de interés del bono a 10 años ha subido cerca de 900 p. b., situándose en el 20,3%. Se trata, en definitiva, de una crisis cambiaria en toda regla y que tiene por delante una evolución incierta. ¿Cómo ha llegado Turquía a esta situación? ¿Qué alternativas de futuro se abren?

En apariencia, el detonante de este frenesí vendedor de la divisa turca de los últimos meses ha sido una escalada diplomática entre EE. UU. y Turquía que llevó al anuncio por parte del primero del establecimiento de aranceles sobre el acero y el aluminio importados desde Turquía. Sin embargo, esta es solo una lectura superficial. Aunque es cierto que estos dos países han sufrido desencuentros en materia de política exterior desde hace unos pocos años, la causa profunda de la crisis cambiaria turca tiene naturaleza económica: es una señal de que probablemente estemos ante un sobrecalentamiento de la economía bastante clásico.

Así, en los últimos años, pero con mayor contundencia desde finales de 2016, Turquía ha vivido una etapa de fuerte crecimiento (avance del PIB promedio del 6,6% desde el 4T 2016), mientras que la inflación, en ese mismo periodo, se situaba en el 11% de media (pero con tendencia a desbordarse, como muestra el primer gráfico) y el déficit por cuenta corriente en el 6,5% del PIB.

Los trazos esenciales de un patrón de crecimiento insostenible quedan, así, de manifiesto: el fuerte avance del ritmo de actividad se ha conseguido al precio de acumular desequilibrios macroeconómicos internos y externos muy elevados. La evolución de los precios apunta a la incapacidad de la economía turca de crecer sin tensionar los cuellos de botella, y el abultado déficit por cuenta corriente indica que se ha recurrido de forma elevada a la financiación exterior. Esta última tesitura presenta además una variante especialmente delicada en un contexto como el actual, caracterizado por un paulatino endurecimiento de las condiciones financieras globales: las empresas turcas han aprovechado un entorno de financiación abundante y barata en divisa extranjera (dólares y euros, principalmente) para endeudarse en divisas, hasta el punto de que esta deuda representa el 36,3% del PIB, de las mayores entre los principales emergentes. El resultado, en definitiva, es que mientras que la mayor parte de los emergentes exhiben un crecimiento acorde con su potencial (o incluso algo menos), en Turquía la brecha de producción se estima que puede ser de entre un 3% y un 2% positiva.

El sobrecalentamiento turco se ha visto agravado por la política económica seguida. Lejos de atacar los desequilibrios con una decidida política contracíclica, la orientación general ha sido la de negar la premisa fundamental de la existencia de un crecimiento excesivo. En particular, la política monetaria, a pesar de la acumulación de presiones en los precios, mantuvo el tipo de referencia en el 8,0% desde finales 2016 y hasta mayo pasado (es decir, un tipo real negativo para una economía que en gran parte de ese periodo crecía por encima del 7%). El resultado, predecible, es que los inversores han empezado a cuestionar la credibilidad de la política monetaria turca: si las expectativas de inflación a medio plazo eran, hace un año, de menos de un 8%, actualmente bordean el 20%. Las medidas adoptadas desde mayo (entre otras decisiones menores, adoptar diferentes medidas macroprudenciales, subir el tipo de referencia del 8,0% al 24,0% y limitar la capacidad de operar en divisas extranjeras) se han percibido como una respuesta de política monetaria tardía y de una intensidad inadecuada dados los desequilibrios acumulados. Si, además, la política fiscal, tradicionalmente un punto fuerte de la política económica, tampoco ha actuado con decisión (solo ahora se apunta a una futura consecución de un superávit primario, tras varios ejercicios en los que incluso se han visto fuertes aumentos de salarios públicos), la falta de credibilidad, lejos de circunscribirse a la política monetaria, alcanza a toda la política económica.

Para los conocedores de la historia económica del país, esta evolución no deja de ser paradójica. Turquía parecía haber hecho suyas las lecciones del fortísimo ajuste macroeconómico de 2001 y los cambios radicales del sistema económico que siguieron (con el saneamiento del sistema bancario, la inserción del rigor en las finanzas públicas y la reinvención del banco central como entidad auténticamente independiente). Se trataba de una experiencia de éxito que favoreció que, por primera vez, el país pudiese disponer de una economía de mercado moderna y con un funcionamiento institucional homologable a la de los mejores emergentes.

Aunque el alejamiento de la ortodoxia puede deberse a muchos factores, parece indudable que la excepcional situación política del país en los últimos años constituye un ingrediente esencial. Turquía ha experimentado, en pocos años, cambios sustanciales en su contexto político externo e interno cuya gestión ha representado un reto para el Gobierno, como hubiera sucedido en cualquier otro país sometido a situaciones similares. De entrada, en perspectiva externa, el cambio magmático de Oriente Medio, con conflictos de la crudeza de la guerra civil siria o la lucha contra ISIS, ha repercutido sobre la política nacional, que ha tenido que gestionar desde retos de carácter militar y de seguridad interna hasta los derivados del flujo de refugiados. Pero, además, se han sumado el intento de golpe de Estado de julio de 2016, con el aumento del grado de intervención interno que siguió, la difícil reinvención del régimen constitucionalista turco (que ha representado un giro hacia un modelo presidencialista muy distante del existente desde 1923, cuando se instauró la república) y unas fundamentales elecciones presidenciales y legislativas en 2018, ya bajo las nuevas reglas de juego. En esta tesitura, un ajuste macroeconómico, que iba a comportar costes sociales inevitables, hubiese desgastado el capital político disponible. Esta opción, que quizás podía disculparse en 2016 cuando los inversores tendían a tener una visión relativamente complaciente respecto a los riesgos emergentes, ha sido insostenible en 2018, cuando el impacto sobre los emergentes con mayores desequilibrios de la incertidumbre global y el endurecimiento de la política monetaria de la Fed se ha tornado virulento.

Ahora, Turquía tiene que afrontar simultáneamente una fuerte presión sobre los ámbitos reales y financieros de su economía. De entrada, la situación actual, de parada súbita de capitales de facto, va a comportar un inevitable ajuste de la actividad. En ese sentido, la desaceleración del 2T, cuando el crecimiento fue del 5,2% interanual frente al 7,3% del 1T, puede ser solo la antesala de una mayor debilidad económica. Aunque el ejercicio de hacer previsiones en plenas turbulencias financieras es especialmente incierto, CaixaBank Research espera un rápido descenso del crecimiento, que podría acabar siendo el menor desde la Gran Recesión de 2008-2009. Esta pérdida de ritmo se verá acompañada por el mantenimiento de la inflación en dobles dígitos en los trimestres venideros. A pesar de la menor presión por el lado de la demanda, en los próximos meses se va a producir la plena traslación a los precios de los bienes importados de la depreciación de la divisa. Por lo que se refiere a la dimensión financiera, las dificultades son, incluso, superiores. Dado el elevado ni­­vel de deuda en divisas que acumula la economía turca, afrontar su pago y renovación, en un contexto de lira fuer­­temente depreciada y con los tipos de interés internacionales previsiblemente al alza, es un reto. En esta situación, parece probable que las dificultades financieras de las empresas acaben trasladándose a un aumento de la morosidad bancaria.

Ante este panorama, ¿cuáles son las vías que sigue teniendo abiertas? En lo esencial, los decisores de política económica tienen a su alcance varias opciones para estabilizar la situación. La menos ortodoxa, y con mayores riesgos de ser insuficiente y quizás incluso contraproducente, es establecer control de capitales. La más convencional sería profundizar en el programa de ajuste que combinase un ajuste fiscal y un endurecimiento monetario. Las decisiones de las últimas semanas, con el aumento del tipo de referencia y el anuncio de un ajuste fiscal equivalente a un 1,3% del PIB, serían pasos en esta dirección. Las medidas anteriores tendrían mayores probabilidades de éxito si se viesen acompañadas por la ayuda financiera del FMI, una posibilidad que ha sido reiteradamente negada por parte de las autoridades turcas pero que facilitaría que la política económica recuperase credibilidad de forma más rápida. En ausencia del crédito del FMI, el ajuste podría acabar siendo menos gradual y más intenso. Turquía, en definitiva, se ha quedado prácticamente sin tiempo y con escaso margen de reacción. El partido no está en absoluto perdido, pero la prórroga se acaba y conviene ver puerta con urgencia.

Àlex Ruiz
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