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El sector bancario después de la crisis: ¿más robusto y estable?

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La respuesta de la política económica a la crisis financiera y real de los últimos años ha incluido un endurecimiento de la regulación financiera y un conjunto de medidas monetarias fuertemente expansivas. Un exceso de laxitud monetaria, sin embargo, podría ser el germen de futuras crisis bancarias (tal y como sucedió en los años 2000), ya que unos tipos de interés demasiado bajos durante demasiado tiempo pueden inducir a una toma excesiva de riesgos y propiciar un nuevo ciclo de sobreendeudamiento. A pesar de que existe este temor, hay que recordar que en los últimos años, y a raíz de la crisis financiera global de 2008, el marco regulatorio bancario se ha reforzado precisamente con el objetivo de hacer el sector más robusto y con una mayor capacidad de absorción de shocks. En particular, la reformulación del marco de capital conocido como Basilea III y la creación de la unión bancaria en la eurozona han supuesto un avance hacia estos objetivos. De todas formas, sería ingenuo pensar que el sistema bancario es inmune al riesgo de futuras crisis.

La introducción de Basilea III ha comportado en la práctica una mayor exigencia de capital, y que este sea de mayor calidad, así como la introducción de requisitos de liquidez para poder afrontar escenarios adversos. Al mismo tiempo, la unión bancaria ha tenido distintos efectos sobre el sector. Por un lado, se ha intensificado significativamente la supervisión de las entidades a la vez que se ha ampliado el foco del supervisor (incluye ahora, por ejemplo, la sostenibilidad del modelo de negocio). Por otro lado, se ha creado un mecanismo común de resolución para intervenir de forma ágil las entidades financieras con problemas y minimizar el uso de recursos públicos (bail-outs). A todo ello hay que sumar las reformas dirigidas a fortalecer el gobierno corporativo de las entidades.

Sin embargo, las mayores exigencias de capital y liquidez también ejercen una fuerte presión sobre la rentabilidad del sector. Al aumento de requisitos hay que añadir la elevada incertidumbre regulatoria que todavía afecta a algunas cuestiones cruciales, que podrían acabar suponiendo en el futuro requisitos adicionales a los ya vigentes, como es la revisión del método de cálculo de los activos ponderados por riesgo (APR). Otra fuente de presión sobre la rentabilidad bancaria deriva del marco de resolución implementado. Una de las piedras angulares de este marco, la recapitalización interna o bail-in, exige cumplir, a finales de 2016, con un requerimiento mínimo de fondos propios y pasivos admisibles (la ratio TLAC, o total loss absorbency capacity, para entidades sistémicas globales y la ratio MREL, o minimum required eligible liabilities). Esta nueva exigencia implicará que los bancos tengan que emitir nuevos pasivos relativamente costosos (también conocidos como pasivos bailinables). En general, todas estas medidas encarecen el coste de financiación y de intermediación de la banca.1

Unos tipos de interés muy bajos e incluso negativos han intensificado aún más la presión sobre la rentabilidad de la banca. Ello sucede porque los tipos de interés de los préstamos generalmente descienden en línea con los del mercado monetario (con el euríbor), mientras que el coste de la principal fuente de financiación bancaria, los depósitos minoristas, presenta rigideces a la baja a causa de las dificultades de trasladar tipos de interés negativos a los depositantes. Además de este entorno de tipos bajos, la rentabilidad bancaria también se ha visto afectada en los últimos años por el débil crecimiento de los volúmenes de negocio. Esta inercia ha sido el resultado del desapalancamiento llevado a cabo por el sector privado (familias y empresas), así como de la debilidad de la recuperación económica.

Una baja rentabilidad de la banca no es sostenible. Por una parte, porque dificulta la generación orgánica de capital de los bancos (a través de beneficios retenidos) o la captación de nuevo capital, necesario para seguir impulsando la actividad de financiación. Este es un riesgo que, en economías altamente bancarizadas como la europea, donde el sector bancario tiene un papel esencial para la transmisión de la política monetaria, podría terminar afectando al crecimiento económico y a la estabilidad financiera. Por otro lado, en un contexto de baja rentabilidad estructural, algunas entidades podrían verse inclinadas a desarrollar estrategias excesivamente agresivas con el objetivo de alcanzar mayores niveles de escala o llevando a cabo apuestas arriesgadas para incrementar la rentabilidad. En la medida en que la ponderación de activos por riesgo no refleja de forma totalmente precisa el riesgo real de los activos, no es fácil detectar estas estrategias que, en el fondo, también tratan de evitar la participación en procesos de consolidación óptimos desde un punto de visto social (la propia regulación, que penaliza a las entidades de mayor tamaño para frenar los problemas asociados al too big to fail, también entra en contradicción con esta necesidad de una mayor consolidación).

La intensificación de la regulación sobre el sector bancario también tiende a favorecer una desviación de la actividad de intermediación hacia sectores poco regulados, como la llamada banca en la sombra o shadow banking (entidades que llevan a cabo actividades financieras con características bancarias). Estos sectores pueden ser una posible fuente de inestabilidad financiera y de riesgos sistémicos (véase el artículo «Canales alternativos a la banca: el nuevo reto para la estabilidad financiera», en este mismo Dossier).

Finalmente, pero no menos importante, cabe destacar que la regulación de Basilea III no ha eliminado la tendencia a la prociclicidad de la actividad bancaria. Esto significa que en las fases bajistas del ciclo, cuando se produce un empeoramiento de la actividad económica y de la calidad crediticia de los prestamistas, los APR aumentan (y afectan a las ratios de capital). Ello sucede porque los modelos de cálculo de APR se basan, entre otros parámetros, en la probabilidad de impago de los préstamos, y esta probabilidad tiende a aumentar cuando la actividad económica empeora. Por lo tanto, la prociclicidad en los APR exagera tanto las fases alcistas como las fases bajistas del ciclo, lo cual distorsiona la capacidad de los bancos de ofrecer crédito a la economía real. Aun así, cabe señalar que Basilea III, dentro de las políticas denominadas macroprudenciales, introduce colchones de capital adicional, como el colchón anticíclico y el colchón para riesgos sistémicos, que, precisamente, intentan suavizar el ciclo crediticio. En todo caso, y dada la poca experiencia en la aplicación de este tipo de medidas macroprudenciales, está por ver si serán realmente efectivas.

En definitiva, el fortalecimiento del marco regulatorio llevado a cabo en los últimos años a raíz de la crisis financiera global ha permitido hacer el sector bancario más robusto. Pero las presiones sobre la rentabilidad, resultado de este nuevo marco, de la debilidad de los volúmenes de negocio y de unos tipos de interés en mínimos históricos, desaconsejan bajar la guardia ante los riesgos de una eventual crisis. La experiencia indica que cualquier reforma bien intencionada acostumbra a tener efectos indeseados. Y que las crisis futuras se parecen poco a las pasadas.

Gerard Arqué y Judit Montoriol Garriga

Departamento de Estrategia Bancaria y Departamento de Macroeconomía,

Área de Planificación Estratégica y Estudios, CaixaBank

1. Uno de los factores que contribuyó a aumentar la volatilidad en el periodo de estrés sufrido por la banca a principios de 2016 fue la incertidumbre sobre la posibilidad que algunos bancos europeos alcanzaran el umbral para la suspensión del pago del cupón de los bonos contingentes convertibles (cocos), lo que desencadenó una reacción en cadena sobre otros instrumentos del pasivo de los bancos y se llegaron a contagiar bancos de otros países.

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