Actividad y crecimiento

Mejorar la productividad, clave para relanzar la economía

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Ahora que la economía ha empezado a desacelerarse, es inevitable preguntarse por el estado de su motor. Como hemos apuntado en estas páginas en varias ocasiones, no hay motivos para alarmarse. No parece que estemos en la antesala de una recesión. El motor sigue funcionando, pero se está poniendo de manifiesto que va perdiendo potencia. Como consecuencia, el ritmo al que podrá empujar la actividad será más moderado, avanzando alrededor del 1,5% por año, a no ser que lo llevemos al taller.

La necesidad de ir al mecánico no es exclusiva de España. Todo apunta a que, en los próximos años, la velocidad a la que crecerá el conjunto de países desarrollados también se situará alrededor del 1,5%. La rebaja respecto a los registros de ciclos expansivos anteriores es notable. Por ejemplo, entre los años 2000 y 2007 los países desarrollados avanzaron a un ritmo promedio del 2,7%, mientras que la economía española lo hizo a un ritmo claramente superior (3,7%).

Ciertamente, si tomamos una perspectiva amplia, la trayectoria económica de España ha sido muy buena. El PIB per cápita, que captura mejor la tendencia de fondo de la economía al no estar influenciado por el factor demográfico, se ha duplicado en las últimas cuatro décadas. Esta es una hazaña que pocos países han conseguido. Entre ellos, destacan el Reino Unido, EE. UU. y Portugal, todos con registros similares a los de la economía española. En cambio, las grandes potencias europeas, como Alemania, Francia e Italia, se encuentran lejos de alcanzar este hito. Por ejemplo, el PIB per cápita de Italia ha avanzado menos de la mitad que el de España desde 1980.

Ello ha permitido que España recortase la distancia con los principales países europeos. Sin embargo, cabe puntualizar que el grueso de este proceso se concentró en la década de los ochenta y los noventa. Así, si en 1980 el PIB per cápita de España era un 30% inferior al de Alemania, a finales de la década de los noventa se encontraba un 20% por debajo. En cambio, en los últimos 20 años la distancia ha dejado de reducirse, e incluso ha aumentado levemente.

En gran medida, ello refleja la pobre evolución de la productividad durante las últimas dos décadas. Tanto si nos fijamos en el crecimiento de la productividad aparente del trabajo, que simplemente mira al PIB por hora trabajada, como en la productividad total de los factores, que corrige por el aumento del stock de capital físico y humano, ambas exhiben un patrón menos dinámico que en la mayoría de los países avanzados. La fotografía no invita al optimismo.

Llegados a este punto, es imprescindible disponer de una lista de reformas para intentar mejorar la situación. Habitualmente, destacamos la necesidad de mejorar la oferta y la calidad educativa, intentamos poner de manifiesto las alternativas que tenemos para reducir las disfunciones que todavía persisten en el mercado laboral o enfatizamos la importancia de eliminar las regulaciones que penalizan el crecimiento empresarial. La lista es de sobras conocida y, con más o menos profundidad, ha sido repetida por economistas de todos los colores políticos. Son muchos los ámbitos en los que existe un amplio consenso en la profesión, y este tipo de reformas no están reñidas con conseguir un crecimiento más inclusivo. Más bien lo contrario. Es más fácil reforzar la cohesión social en un contexto de crecimiento de la productividad.

Y, entonces, ¿por qué permanecemos inmóviles? Esta es, seguramente, la pregunta del millón. En parte, la confianza en la propia profesión, la de economista, se vio erosionada durante la crisis. Ahora nos toca ser más cautos y justificar muy bien nuestras recomendaciones. Tampoco ayuda la elevada incertidumbre que rodea al rápido progreso tecnológico. Pero, en gran medida, la inacción es debida a la polarización social y política en la que están inmersos muchos países desarrollados y que dificulta la generación de amplios consensos sociales, tan necesarios en momentos como el actual. Toca tener paciencia e insistir en la necesidad y capacidad de llevar a cabo reformas ambiciosas: más pronto que tarde, acabaremos haciendo de la necesidad una virtud.

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