Sector público

Reformar bien: misión ¿imposible?

¿Por qué es tan complicado hacer reformas? ¿Por qué, si las reformas estructurales tienden a mejorar las perspectivas futuras de la mayoría de la población, es tan difícil adoptarlas? La dificultad radica precisamente en dos de las palabras anteriores, "futuro" y "mayoría".

Contenido disponible en
Àlex Ruiz
Detalle de un billete de 5 euros con grúa de construcción

Las reformas prometen beneficios en el futuro, pero tienden a generar costes en el presente. Las reformas prometen beneficios para muchos, pero no para todos. O, en términos más formales, los costes y beneficios están distribuidos de forma asimétrica entre la población y en el tiempo. Y esto es problemático, porque si algo beneficia de forma difusa a muchos pero perjudica a unos pocos, estos últimos están muy incentivados a organizarse en forma de lobby. Como también es problemático que los costes de las reformas se concentren en el corto plazo y los beneficios, en el futuro, porque eso implica que los políticos, que van a tener que impulsarlas, se enfrentan al dilema de sufrir los costes políticos de su adopción sin poder capitalizar en el ciclo electoral inmediato los beneficios de estas.

¿Reformas en España? Pues sí

En esta tesitura, no es de extrañar que las reformas sean la eterna asignatura pendiente en muchos países. Sin embargo, no hay que caer en una especie de pesimismo histórico. En particular, hay que descartar una visión derrotista sobre la capacidad reformadora de nuestro país. En contra de lo que a veces se cree, España ha sido activa en materia de reformas estructurales. A veces con resultados irregulares, como en el caso de las reformas laborales, pero otras veces con efectos notables, como en el caso del Plan de Estabilización de 1959, los Pactos de la Moncloa de 1977, la entrada en la UE en 1986, el Mercado Interior Europeo en 1993 o la integración en la UEM en 1999.

¿Qué nos dicen estos intentos exitosos sobre las condiciones en las que es más probable que se emprendan reformas? El contexto en el que se lanzan todas estas reformas comparte unos rasgos comunes. En primer lugar, se decide reformar en tiempos difíciles, o muy difíciles, en lo económico. Ya sea cuando la autarquía franquista está a punto de colapsar por falta de divisas con las que pagar el petróleo, cuando la inflación amenaza con hundir la Transición, cuando España afronta la entrada en la UE con la industria en plena reconversión y el paro disparado, o cuando se afronta la necesidad de sanear las finanzas públicas y privatizar sectores fundamentales de la economía en plena recesión postolímpica.

Un segundo elemento compartido de estas reformas es que, al menos en democracia, el Gobierno ha disfrutado de una mayoría confortable. Es el caso de los Pactos de la Moncloa, la adhesión a la UE o la entrada en el euro. Para terminar, un tercer elemento es que existe lo que podríamos denominar, en términos generales, un referente –o una obligación– exterior. Ese es el papel del FMI en el Plan de Estabilización de 1959, de los referentes italianos y alemanes en la política de rentas que inspiraron los Pactos de la Moncloa y del compromiso con la UE en la adhesión y en la entrada en la eurozona.

En definitiva, las reformas estructurales exitosas en España se han adoptado cuando ha habido presión exterior, cuando ha habido gobiernos fuertes y cuando se ha estado en tiempos difíciles. ¿En España, solo? No, lo cierto es que existe abundante literatura empírica que confirma que estos tres determinantes acostumbran a coincidir en el lanzamiento de reformas estructurales en muchas otras geografías y épocas, y también para distintas variantes de reformas.1 Porque una cuestión clave es que las reformas mencionadas son las que se denominan, en la literatura económica, de cambio de marco, es decir, que afectan a elementos definitorios del funcionamiento económico (los típicos programas de liberalización, por ejemplo). Pero lo cierto es que las reformas llamémoslas temáticas, como la laboral o la del mercado de productos, también se dan con mayor probabilidad cuando se combinan los tres factores anteriores.

Las reformas se lanzan en tiempos difíciles porque en este contexto la capacidad de negociación de los principales afectados suele ser menor, y los costes relativos para el decisor público suelen ser limitados: si la situación contemporánea es mala, el político puede percibir que la inacción es más costosa electoralmente que la toma de decisiones, incluso si eso le comporta enfrentarse a grupos de presión organizados. De igual manera, si existe presión exterior, por ejemplo, en forma de compromisos internacionales, el político es capaz de «trasladar» parte del coste de la reforma a ese ámbito. Y, por último, un Gobierno fuerte dispone de lo que podríamos denominar mayor «capital político». Es una metáfora conceptual que intenta capturar el hecho de que los gobiernos disponen de un cierto grado de popularidad y apoyo que pueden destinar a políticas muy distintas: solo cuando este capital abunda, es razonable pensar que se invertirá en algo tan costoso políticamente como las reformas.

  • 1. Véase Masuch, K., Anderton, R., Setzer, R. y Benalal, N. (2018). «Structural policies in the euro area». ECB Occasional Paper, (210). Y Galasso, V., Dang, T., Hoj, J. y Nicoletti, G. (2006). «The Political Economy Of Structural Reform: Empirical Evidence From Oecd Countries». OECD Economics Department Working Papers n.º 501.
De la adopción a los efectos de las reformas estructurales

Hasta aquí hemos establecido tres factores que aumentan la probabilidad de que se adopten reformas estructurales. Pasemos ahora a una segunda cuestión fundamental, la de sus efectos. Hemos empezado el artículo diciendo que las reformas tienden a generar beneficios a largo plazo. Pero hay un elemento adicional que es crítico en este resultado: los beneficios esperables van a ser diferentes en función de la situación económica, al menos en ciertos tipos de reformas. Así, está bastante bien establecido que las reformas laborales tienden a generar mejores resultados cuando se adoptan en momentos económicos positivos. Aquí, salta a la vista, se genera un problema en apariencia irresoluble. Por ejemplo, es más probable adoptar una reforma que flexibilice el mercado laboral en medio de una crisis, pero, si se adopta, puede provocar una mayor destrucción de empleo a corto plazo.

¿Es posible reconciliar esta tensión y ser capaces no solo de reformar sino también de reformar bien, en el sentido de que la reforma sea efectiva? No es fácil y no siempre es posible, pero la evidencia apunta a una solución parcial. Muchas de las reformas actúan por el lado de la oferta de la economía para generar sus beneficios, pero sus costes emanan de los efectos en la demanda a corto plazo. La solución, en estos casos, es actuar combinando las reformas con una política económica expansiva, por lo general mediante un aumento del gasto o la inversión, que facilite compensar en parte estos impactos negativos a corto plazo sobre la demanda. Disminuyendo en cierta medida los costes a corto plazo estamos mejorando la situación y, en cierta manera, facilitamos que los efectos se asemejen más a los que obtendríamos en el caso de implementar la reforma en los buenos tiempos.

Otros elementos del buen reformar incluyen tres aspectos clave adicionales: la credibilidad, la calidad institucional y la compensación a los perjudicados.2 En primer lugar, pues, la credibilidad. Es difícil identificar un elemento, en la implementación de las buenas reformas, que sea a la vez tan crítico como inasible. No en vano, la credibilidad aumenta si las reformas son auténticas reformas. O, dicho de otra manera, es especialmente dañino anunciar una batería de pequeños cambios como si fuesen acciones de calado. También se ha demostrado crítico proveer de toda la evidencia técnica posible, una opción que aleja a las reformas de lecturas demasiado politizadas (estas últimas se asocian a beneficios para una parte, no para todos) y que proporciona la transparencia, otro atributo clave.

Un segundo elemento, decíamos, es la calidad institucional. Los estados que funcionan bien, desde el punto de vista institucional, implementan mejores reformas. En particular, son capaces de «proteger» las reformas de cambios políticos futuros y garantizar que los beneficios esperados se acaban produciendo. En ese sentido, a veces las buenas reformas en ámbitos determinados implican reformas políticas previas, que garanticen que las primeras puedan fructificar.

El tercer elemento se refiere a la compensación de los grupos que pierden por los cambios que introducen las reformas. Existen muchas maneras de plantearlo, desde las compensaciones directas hasta vías más estratégicas. La historia ha demostrado que una de las opciones más fructíferas es hacer reformas simultáneas, típicamente amplias, que permitan ofrecer intercambios aceptables. Sería el caso, por ejemplo, del tipo de marcos laborales que actúan a la vez en los ámbitos de la flexibilidad (por ejemplo, haciendo más adaptable el despido) y de la seguridad (ofreciendo políticas activas, que incrementen la empleabilidad, y rentas, que cubran las necesidades durante la transición al nuevo puesto de trabajo). Así se hizo, por ejemplo, al diseñar la llamada flexisecurity danesa.

Llegamos al final, y usted, lector se puede plantear la gran cuestión: entonces, ¿es probable que los países europeos adopten reformas ambiciosas y efectivas, esta vez sí, en el contexto de la «ventana de oportunidad» del NGEU? Una respuesta taxativa no es posible, pero hay motivos para albergar una esperanza contenida. Las condiciones de partida son semejantes en dos grandes aspectos en la mayor parte de los países: estamos en tiempos económicos difíciles y existe un elemento disciplinante exterior, la condicionalidad asociada al desembolso de los fondos del NGEU. Además, y esta es una diferencia abismal con muchos otros intentos reformadores, estamos viviendo un episodio de estímulo económico con pocos precedentes, lo que debería facilitar paliar parte de los costes a corto plazo por el lado de la demanda. Para terminar, no hay nada que impida cuidar la credibilidad, compensar con inteligencia a los perdedores del statu quo y blindar institucionalmente las reformas. Con todo, hay que reconocer que la polarización política podría ser una rémora al impulso reformador. Pero si se toman en consideración todos los factores, nos inclinamos al optimismo y a pensar que, quizás, esta vez se podría volver a asistir a un nuevo caso de éxito de reforma en muchos países de la UE, entre ellos, por qué no, España.

  • 2. Véase Khemani, S. (2017). «Political economy of reform». World Bank Policy Research Working Paper 8224.
Àlex Ruiz
Etiquetas:
Competitividad y reformas estructurales COVID-19 NGEU