Malasia: ¿el eslabón débil del Sudeste Asiático?

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12 de junio de 2017
Atardecer en Kuala Lumpur, Malasia

Malasia es un país que ha experimentado un destacable dinamismo económico con un crecimiento anual promedio del 4,8% entre 2006 y 2016, una dinámica que tiene visos de continuar: el FMI estima que la economía malasia continuará creciendo a un ritmo entre el 4% y el 5% en el próximo lustro. Además, el país cuenta con unos fundamentos macroeconómicos sólidos: la inflación, en torno al 2%, es moderada, el país tiene un holgado superávit por cuenta corriente (alrededor del 2% del PIB) y el déficit fiscal (3% del PIB) se ha mantenido contenido pese a la mengua de ingresos por los bajos precios del crudo (el país es uno de los principales productores asiáticos de gas y pe­­tróleo). Y, sin embargo, Malasia es uno de los países que se ha mostrado más sensible a los episodios de volatilidad financiera a nivel global. El ejemplo paradigmático se produjo tras la elección de Trump en noviembre de 2016: dos semanas después de su victoria, el ringgit se había depreciado casi un 6% frente al dólar, una de las mayores caídas entre las divisas emergentes, y las salidas de capitales fueron considerables. La distancia entre lo que parece ser un cuadro macroeconómico sólido y la sensibilidad que han mostrado los inversores justifica interrogarse sobre hasta qué punto nos debe preocupar este país pequeño en perspectiva asiática (30,8 millones de habitantes) y relativamente poco conocido.

El aspecto que parece estar pesando más en la valoración de los inversores internacionales es el grado elevado de exposición del país a las políticas económicas y monetarias de los EE. UU. No en vano, según el IIF, Malasia es el cuarto país emergente más expuesto a ellas (tras México, Corea y China).1 En particular, un aumento de los tipos monetarios de la Fed más pronunciado de lo previsto tensionaría las condiciones financieras de algunas empresas malasias, ya que podría presionar a la baja el ringgit, y muchas de ellas se han endeudado en dólares de modo considerable. Por ejemplo, si se toma en consideración la deuda en dólares del sector corporativo como porcentaje de PIB, Malasia copa la segunda posición del Sudeste Asiático con un 6,1%, tan solo por detrás de Singapur con un 6,7%, y no muy lejos de México y Brasil, con porcentajes del 11% y 7,8%, respectivamente. En este contexto, es importante analizar la capacidad de respuesta ante futuros episodios de esta índole. En Malasia, esta se ha basado en el tipo de cambio, que fluctúa de forma controlada, y en el nivel de reservas internacionales. Aquí, de nuevo, el inversor puede estar algo preocupado porque el margen de ma­­niobra no es tan holgado como antes: actualmente, la ra­­tio de reservas respecto a la deuda externa con un vencimiento inferior a un año se emplaza según el FMI por debajo de 1, lo que sugiere una capacidad de respuesta a corto plazo más limitada.

Sin negar que todos estos elementos deben ser parte de un mapa de riesgos, hay que señalar que una lectura más contextualizada debería mitigar los temores más exacerbados. Es cierto que el recurso a endeudarse en moneda extranjera no ha sido despreciable y que la deuda externa bruta ha aumentado de forma notable y se sitúa en torno al 70% del PIB, muy cerca de los umbrales de vulnerabilidad habituales para los emergentes. Sin embargo, la preocupación por la deuda externa prácticamente se desvanece cuando tenemos en cuenta que, en agregado, Malasia es un acreedor neto a nivel internacional con una posición inversora internacional neta (PIIN2) que representa el 6% del PIB. Además hay que tomar en consideración que muchas compañías se benefician de una cobertura natural al ser exportadoras que cobran en dólares, y para las que no, el banco central facilita que puedan cubrirse con productos financieros como derivados.

Minimizada la magnitud del problema por el flanco de la financiación exterior, ¿podría ser que, a pesar de no estar directamente vinculado con el endurecimiento de las condiciones monetarias internacionales, el riesgo estribe en una acumulación de deuda nacional excesiva? En este ámbito, el contraste entre una mirada superficial y una más profunda es crucial. La deuda total no financiera re­­presenta el 191% del PIB, la más elevada del Sudeste Asiático. La deuda de los hogares, que representa el 89% del PIB, está por encima del umbral generalmente recomendado, en torno al 60% del PIB.3 Con todo, si se analiza la situación más en detalle, se observa que los activos financieros de los hogares se sitúan en niveles cercanos al 180% del PIB, mientras que la deuda corporativa no financiera está controlada gracias a las coberturas naturales y financieras an­­tes mencionadas, y el sector corporativo tiene una tasa de morosidad baja. Por su parte, la deuda pública se sitúa en co­­tas relativamente contenidas (56% del PIB) aunque un tercio del total se encuentra en manos de in­­versores ex­­tranjeros, un peso superior a la mayoría de emergentes.

A modo de conclusión, el país presenta unos fundamentos y unas perspectivas macroeconómicas firmes. Ciertamente, la deuda ha aumentado, pero no parece que cuando se contempla la situación del conjunto de la economía surjan señales de alarma. Y aunque nadie niega que habrá que estar atento a cómo se materializa el vínculo entre endurecimiento financiero internacional e impacto nacional, los episodios de dudas deberían ser puntuales y las perspectivas positivas a largo plazo, prevalecer.

1. Véase Capital Flows Report, febrero de 2017, «Eye of the Trumpstorm».

2. La PIIN es la diferencia entre los activos que los residentes en Malasia tienen en el resto del mundo y los activos del resto del mundo en Malasia.

3. Véase Lombardi, M., Mohanty, M. y Shim, I. (2017), «The real effects of household debt in the short and long run», BIS Working Paper No 607.

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