Seguros para un mundo ligeramente irracional

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22 de junio de 2012

El negocio de los seguros es importante. No puede ser de otra manera, ya que nos permite protegernos contra las elevadas pérdidas asociadas a eventos que, aunque infrecuentes, no podemos descartar de nuestro horizonte vital. Dicha importancia tiene, lógicamente, su traslación monetaria: en 2010, las primas de seguros representaron el equivalente al 7% del PIB mundial, con mayor importancia en regiones como Europa, Norteamérica y Japón. Dada esta relevancia social y económica, no es sorprendente que los seguros se hayan visto acompañados de una vasta actividad regulatoria. En esta tesitura, cabe esperar que todo lo relacionado con el sector esté amparado por la mejor teoría económica disponible. ¿Es esta realmente la situación? Desafortunadamente, tenemos que anticipar una respuesta negativa.

A fin de ordenar un tanto una temática amplia, planteemos dos preguntas fundamentales que cualquier teoría tiene que poder responder: ¿por qué existen los seguros? y ¿por qué existe una regulación sobre seguros? La teoría económica tradicional nos proporciona una respuesta a ambas cuestiones que nos sirve como punto de partida. Los seguros existen porque tienen valor para los individuos. Dicho valor deriva del hecho de que son un instrumento que permite trasladar el dinero de los momentos en que no es muy necesario a otros en los que puede serlo en elevada medida. La alternativa, el ahorro individual, es menos eficiente, ya que reserva dinero para necesidades que quizás en el futuro no se produzcan.(1) Hasta aquí, la cuestión parece simple, pero si tomamos en cuenta la existencia de problemas de información el tema se complica.

En cualquier relación contractual entre el asegurado y el asegurador, la información disponible para las partes es claramente asimétrica. A la compañía de seguros le cuesta disponer de información sobre el asegurado y monitorizar su comportamiento tras la firma del contrato de seguro. Es probable que aquellos que busquen asegurarse tiendan a tomar más riesgos que el promedio de la población y que, una vez asegurados, se muestren menos cuidadosos que aquellos no cubiertos por el seguro. Se trata, respectivamente, de lo que se conocen como problemas de selección adversa y de riesgo moral.

Los problemas de información, por supuesto, no están circunscritos al ámbito de las compañías de seguros. Los tomadores de los seguros también deben afrontar un notable desconocimiento sobre aspectos como la solvencia de las aseguradoras y los términos específicos de sus contratos. En definitiva, el gran riesgo para el tomador es saber si, llegado el momento de necesitarlo, podría no disponer del dinero comprometido (bien porque la compañía hubiese quebrado, bien porque cláusulas por él desconocidas implicasen que no procede el pago).

Estos problemas de información son la justificación habitual de la regulación. La regulación trata de reducir los problemas de información que el mercado por sí mismo no puede eliminar. Así, mientras que los problemas de información que afrontan las compañías tienden a ser combatidos de forma razonablemente eficiente en el ámbito privado (por ejemplo, mediante políticas corporativas de excepciones o de sobreprecio de determinados colectivos más susceptibles de tomar riesgos excesivos), los que afectan a los consumidores suelen exigir una regulación pública. Se trata, en definitiva, de facilitar que la información «privada» de las compañías se haga pública (o de reducir el esfuerzo del consumidor para disponer de ella).(2) La regulación que rige en la mayor parte de los países tiene como objetivo garantizar la solvencia de las aseguradoras y una calidad determinada de los contratos y de su cumplimiento. Algunos de los instrumentos más habituales son la exigencia de uso de contratos estandarizados, los requisitos de entrada en el sector, las limitaciones a la fijación de precios y las normas de solvencia (habitualmente en forma de requisitos de capital y otras exigencias financieras).

Todas estas prácticas serían suficientes siempre que los consumidores, la pieza angular que el regulador trata de proteger, se comportasen con la racionalidad que la teoría espera. Sabemos que esto no es así. En el negocio de los seguros, como en otros mercados, las anomalías son frecuentes. Cuando se esperaría una elevada demanda de seguros frente a accidentes catastróficos (precisamente, el tipo de pérdida elevada, pero infrecuente, que mejor justifica un seguro), la realidad es que se da una infrademanda de este tipo de productos. Por ejemplo, en Nueva Orleans solo el 40% de los hogares tenía alguna forma de seguro frente a inundaciones, situación que se demostró nefasta tras el huracán Katrina. En cambio, otras modalidades que menos racionalidad presentan se acostumbran a contratar por encima de su demanda óptima teórica. Así, se suelen citar los seguros con franquicias demasiado reducidas o las extensiones de garantías de ciertos productos de consumo duradero.

Estas anomalías se deben fundamentalmente a dos categorías de limitaciones que los consumidores padecemos. En primer lugar, los consumidores sufrimos de una serie de sesgos que afectan a cómo se percibe el valor del seguro, bien minusvalorando el mismo (produciéndose una demanda inferior a la óptima), bien valorándolo en demasía (generando entonces una sobredemanda del seguro). El primero de estos casos se produce por dos sesgos detectados en la literatura: lo que se llama un descuento excesivo (o preferencia irracionalmente elevada por el dinero presente frente al futuro) y lo que se denomina el sesgo del optimismo excesivo (la creencia infundada de que los eventos negativos no le sucederán a uno). Por lo que se refiere a la sobrevaloración del valor del seguro, se han detectado otros sesgos que la provocan, como, por ejemplo, los basados en la superstición (la creencia de que si se asegura frente a un accidente, este no se va a producir), en el seguimiento de las decisiones de otros («efecto rebaño») y en el excesivo apego emocional al objeto o la persona (que se sobreasegura).

Junto a las dificultades para percibir el justo valor del seguro, un segundo grupo de limitaciones deriva de las dificultades cognitivas en la toma de decisiones bajo situaciones de riesgo e incertidumbre. Junto a las clásicas regularidades conductistas habitualmente mencionadas en distintas transacciones,(3) en materia de seguros se han destacado como especialmente relevantes la aversión a tener en cuenta determinados eventos (incluyendo la muerte y otros tabús estigmatizados) o la aversión a la complejidad. En términos generales, el resultado de estas limitaciones a la capacidad de procesar información es que sobreabundan las decisiones de no tomar el seguro.

En definitiva, en el mundo ligeramente irracional (o con mayor precisión, imperfectamente racional) al que aludíamos en el título, la regulación tiende a defender a la sociedad de la excesiva presencia de información privada que rodea las transacciones de seguros. En cambio, proteger al consumidor de todo este conjunto de sesgos que acabamos de mencionar está lejos de ser habitual. Una de las dificultades es que, como nos recuerdan Baker y Siegelman, dos autores centrales en el debate, aunque se puedan detectar los «errores» del consumidor, una regulación adecuada dista de ser fácil.(4) La dificultad se explica porque en la economía conductista (behavioral economics) el vínculo entre comportamiento y bienestar (en el sentido económico habitual) es débil. Por ejemplo, y recordando uno de los sesgos antes presentados, ¿cómo podría una regulación protegerme del hecho de que obtengo satisfacción (o reducción de ansiedad) por ser supersticioso?

Aunque se ha empezado a explorar la cuestión académicamente para ciertas formas de seguros, en general las que se infrademandan o sobredemandan, más fáciles de ser tratadas, los resultados distan mucho de ser concluyentes. Por citar un ejemplo, en 2003 en el Reino Unido se estudió el caso de las garantías adicionales de productos electrónicos. Se concluyó que efectivamente se demandaban en mayor medida de lo que era racionalmente deseable y se propuso un aumento de la competencia en el sector (el informe era de la Comisión para la Reforma de la Competencia). La propuesta «conductista» que en algunos foros académicos se postuló era proteger de sí mismo al consumidor,  excesivamente emocional respecto al objeto asegurado, mediante la prohibición de ofrecer estas extensiones de garantías. Como se ve, una solución poco satisfactoria. Confiemos en que, a medida que avance la economía conductista, se esté en condiciones de ayudar a este mundo de consumidores imperfectamente racionales que todos somos.

(1) En términos académicos, los consumidores contratamos seguros porque somos aversos al riesgo y porque, frente a pérdidas contingentes, el seguro es un instrumento más eficiente que el ahorro como forma de igualar la utilidad marginal del consumo a lo largo del tiempo.

(2) Con todo, cabe recordar que en ciertas ocasiones estas prácticas privadas acaban dejando totalmente fuera del mercado a algunos colectivos. A fin de evitar esta situación de imposibilidad de contratar un seguro, en determinadas circunstancias la regulación obliga a las aseguradoras a asegurar a dichos colectivos.

(3) La referencia clásica es Kahneman, D. y A. Tversky (1979), «Prospect theory: An analysis of decision under risk», Econometrica, vol. 47, pp. 263-291.

(4) Véase Baker, T. y P. Siegelman (2011), «Law and Economics after the Behavioral Turn: Learning from Insurance», Flom Petrie Health Policy Workshop.

Este recuadro ha sido elaborado por Àlex Ruiz

Departamento de Economía Internacional, Área de Estudios y Análisis Económico, "la Caixa"

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