El tipo de cambio como instrumento de política económica

Contenido disponible en
Clàudia Canals
Marta Noguer
3 de abril de 2013

En su afán por atajar la senda deflacionista y reencauzar el crecimiento, las autoridades económicas japonesas han dado un vuelco marcadamente expansivo a su política monetaria. Ello ha derivado en una sustancial depreciación del yen (un 20% respecto al dólar desde noviembre de 2012) que ha suscitado sonoras críticas, sobre todo entre sus vecinos asiáticos, quienes ven amenazada la competitividad de sus exportaciones. Sin embargo, también hay quien argumenta que no se puede equiparar la actual política monetaria expansiva de Japón u otras economías avanzadas con una devaluación competitiva. Al fin y al cabo, el objetivo primordial de dichas políticas es estimular la demanda interna.

Se trate o no de una depreciación intencionada, lo cierto es que ha reabierto el debate sobre el papel que desempeña o debe desempeñar el tipo de cambio como instrumento de política económica. Ese papel dependerá, en primera instancia y en gran medida, del régimen cambiario por el que se opte.

Un sistema de paridad fija estricta elimina el recurso al tipo de cambio como instrumento habitual de política económica —al fin y al cabo, fija su paridad—. Si, además, se permite la libre circulación de capitales, dicho régimen obliga a renunciar a la autonomía de la política monetaria para modular el ciclo económico. Un país con un tipo de cambio fijo que decidiera relajar la política monetaria (con relación al país de la moneda de referencia), provocaría una salida de capitales y, con ello, una presión depreciatoria sobre la divisa que el banco central no podría contrarrestar indefinidamente con la venta de reservas (ya que estas son limitadas). En el ámbito de la teoría económica, dicha incompatibilidad entre tipo de cambio fijo, libre circulación de capital y política monetaria autónoma se conoce como el trilema de la economía abierta. Ejemplos actuales podríamos hallarlos en el riyal saudí, que fija su paridad frente al dólar, o en la lita lituana, que desde que participa en el Mecanismo de Tipo de Cambio II (MTC II o ERM II en inglés), mantiene de facto una paridad fija frente al euro(1).

Con todo, hoy en día, un régimen de paridad estricta es la excepción más que la norma. La mayoría de sistemas de tipo de cambio fijo mantienen una paridad «blanda», es decir, una paridad respecto a la moneda de referencia que no es irrevocable (por ejemplo, el franco centroafricano, CAF) o que puede ajustarse gradual y periódicamente en respuesta a cambios en una serie de indicadores cuantitativos (es lo que se conoce, en inglés, como crawling peg, y sería el caso del renminbi en China) o que fluctúa dentro de una banda más o menos estrecha (por ejemplo, el dólar de Singapur). Bajo dichas modalidades, las autoridades económicas disponen de margen para utilizar el tipo de cambio como instrumento de política macroeconómica, pudiendo recurrir a una devaluación o revaluación de su moneda en función de las circunstancias. Si se opta por una banda de fluctuación, se conserva, además, cierto margen de maniobra en política monetaria. Dicho margen es, incluso, más amplio si se establecen controles a los movimientos de capital (como, por ejemplo, en el caso chino). En cualquier caso, la credibilidad de ambos sistemas —paridad fija o blanda— exige disponer de un colchón suficiente de reservas internacionales para poder defender, si es necesario, la paridad establecida.

En el otro extremo del espectro estarían los regímenes de tipo de cambio flexible o de flotación, en los que el tipo de cambio no se determina por decreto (con o sin banda de fluctuación) sino que lo determina el mercado. Sin embargo, ello no significa que las autoridades económicas ya no puedan influir sobre el precio de su moneda. Para empezar, el banco central puede intervenir directamente en el mercado cambiario para limitar la volatilidad de su divisa —una opción poco habitual en las grandes economías avanzadas aunque no infrecuente en otras emergentes como Brasil—. Asimismo, las autoridades de política económica también afectan indirectamente la cotización de su divisa a través, fundamentalmente, de la política monetaria y, en menor medida, la fiscal. Por ejemplo, una mayor laxitud de la política monetaria que aumente las expectativas de inflación futura debilitará la moneda de la economía en cuestión.

Así pues, un régimen cambiario flexible también da opción a las autoridades económicas a ingeniar una depreciación o apreciación de su divisa vía política monetaria. Y aquí está el quid de la cuestión: aunque el objetivo explícito de dicha política sea estimular la demanda interna, su impacto sobre el tipo de cambio puede ser interpretado como una depreciación deliberada.

En el contexto actual, en el que muchas de las grandes economías avanzadas se ven inmersas en una etapa de notable debilidad económica y, en algunos casos, con escaso margen para implementar estímulos fiscales, el recurso a la laxitud monetaria se estima inevitable. Tan inevitable que la extraordinaria magnitud de los estímulos monetarios acaba debilitando a sus respectivas monedas (véase gráfico anterior). El problema surge cuando esa depreciación amenaza el modelo económico de otros países y, en especial, si se percibe como intencionada. En tales circunstancias, las autoridades económicas de las divisas bajo presión apreciatoria pueden emprender medidas dirigidas a debilitar sus monedas. Ello no solo coartaría el impacto de las políticas monetarias de los grandes avanzados sobre su demanda agregada (al fin y al cabo, el tipo de cambio contribuye al ajuste) sino que, si las represalias escalaran, podría llegar a desencadenar, claro está, una guerra de divisas en toda regla.

Por ahora, sin embargo, la reacción de las divisas emergentes se ha limitado a intervenciones puntuales de sus bancos centrales en los mercados cambiarios o a controles de los influjos de capital para frenar una excesiva apreciación de sus monedas. Por otra parte, todo apunta a que las monedas de las economías avanzadas bajo la lupa se mantienen en línea con su tipo de cambio de equilibrio (véase el recuadro: «¿Cuál es el precio apropiado de una moneda?») y, entre ellas, no están muy alejadas del tipo de cambio de paridad de poder adquisitivo (PPA), aquel que iguala el poder de compra de las monedas en las distintas economías (véase gráfico siguiente). Además, su reciente depreciación no parece haber contribuido a un crecimiento extraordinario de sus exportaciones netas. En el caso de Estados Unidos, ello puede deberse a que, dado su tamaño, sigue siendo una economía relativamente cerrada. En el caso de Japón, quizás se deba a que la depreciación del yen, a pesar de haber sido muy intensa, todavía es muy reciente. Se puede entender, no obstante, que este movimiento haya generado suspicacias entre sus vecinos; no en vano, no sería la primera vez que Japón recurre al tipo de cambio para dinamizar su economía.

De todos modos, el elevado peso del comercio asiático en las exportaciones de Japón implica que el recurso a la depreciación del yen como instrumento de política macroeconómica tiene un límite. Si daña la competitividad de sus socios comerciales y vecinos hasta el punto de mermar su crecimiento, la influencia revulsiva del tipo de cambio sobre su propia actividad también se desvanecerá.

En definitiva, cuando Christine Lagarde, directora del FMI, dice que hablar de guerra de divisas es, hoy por hoy, una exageración, muy probablemente tenga razón. No hay argumentos suficientes para defender la existencia de una guerra de divisas. Tampoco los hay para creer que los riesgos de que se produzca, en el corto plazo, son fundados. Y, menos aún, mientras la memoria colectiva preserve un atisbo de recuerdo de los estragos que produjo el último desencuentro en este ámbito.

 

(1) El MTC II (pensado como antesala del euro para los países de la Unión Europea que optan a formar parte de la eurozona) fija un tipo de cambio central de la moneda en cuestión frente al euro, con un margen de fluctuación normal del ±15%. Aunque dicha banda puede ajustarse a la baja (como es el caso de Dinamarca que la bajó a ±2,25%), Lituania no la modificó pero, en la práctica, mantiene una fluctuación cero en torno a la paridad central fijada en 3,45 litas/euro.

Este recuadro ha sido elaborado por Clàudia Canals y Marta Noguer

Departamento de Economía Internacional, Área de Estudios y Análisis Económico, "la Caixa"

Clàudia Canals
Marta Noguer
    documents-10180-45653-R3_1_politicas_monetari_fmt.png
    documents-10180-45653-R3_2_tipos_cambio_fmt.png