Inestabilidad financiera, política económica y economía real: dos visiones enfrentadas

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8 de abril de 2016

A mediados de 2015, los mercados financieros internacionales entraron en una fase de inestabilidad que todavía coletea. La desaceleración de la economía china y el desplome del precio del petróleo fueron los desencadenantes de unas tensiones que se extendieron con rapidez a la generalidad de países y clases de activos, adquiriendo gran intensidad en algunos momentos. Se trata del cuarto episodio de esta índole desde la gran crisis financiera de 2008-2009. El foco primario de volatilidad se ubicó en los mercados emergentes en 2014, en el mercado de deuda pública de EE. UU. en 2013 y fustigó el de la eurozona entre 2010 y 2012. La sospecha de que hay un hilo conductor común a todos ellos va creciendo.

El análisis de las causas y consecuencias de estas crisis repetitivas es objeto de un vivo debate entre economistas académicos, responsables de política económica e inversores. Se trata de un asunto técnicamente complejo, porque debe tener en cuenta las múltiples interacciones existentes entre las variables de la economía real, las variables financieras y las actuaciones de política económica. Es también una cuestión polémica en el plano político-ideológico, porque los valores y preferencias personales determinan los pesos que se asignan a los costes y los beneficios de las distintas alternativas de política pública, cuyos efectos no se distribuyen por igual entre grupos socioeconómicos y entre generaciones. Y es, en cierto modo, un debate familiar, porque rememora la vieja dicotomía entre keynesianos y liberales. En efecto, se han dibujado con claridad dos bandos o corrientes de pensamiento abiertamente discrepantes.

La visión dominante es la de corte keynesiano.1 Considera que la economía global padece un problema, que ha devenido crónico, de insuficiencia de demanda agregada: las familias ahorran mucho y consumen poco, las empresas apenas invierten y los Gobiernos contienen su gasto. Como resultado, el crecimiento del PIB es lento, hay recursos infrautilizados (desempleo elevado o tasa de participación baja) y la inflación es exigua (en no pocos países, negativa). Según esta narrativa, hay varias causas del problema. Algunas son temporales, como la incertidumbre política, y otras resultan sobrevenidas, como el elevado endeudamiento y la resaca posterior a las crisis financieras. Pero las más importantes vienen de lejos y tienen carácter estructural, como la demografía, la globalización y los cambios tecnológicos. El envejecimiento de los países desarrollados ha aumentado el ahorro de cara a la jubilación, a lo que se añade la irrupción en los mercados internacionales del ingente ahorro de las empresas y las familias chinas (achacable a la ausencia de seguridad social o sanidad pública, entre otros motivos). Por su parte, los nuevos sectores digitales son menos intensivos en capital que la industria y la construcción tradicionales. Esto configura un contexto de ahorro abundante e inversión escasa, conducente a un descenso del tipo de interés real de equilibrio hasta situarse en terreno claramente negativo. Pero, dado que la inflación es casi nula y que el tipo nominal tiene un suelo natural en la zona del cero por ciento, el tipo real en los mercados es superior al de equilibrio, lo que no hace sino perpetuar la dinámica de demanda débil y subempleo, al dejar inoperante el mecanismo natural de ajuste o reequilibrio. En la más pura tradición keynesiana, los miembros de esta corriente propugnan el uso agresivo de las políticas de demanda (fiscal y monetaria, incluyendo toda la gama de medidas no convencionales) para salir de esa trampa lo más pronto posible. Defienden que, con un impulso suficiente, la economía recuperará el pleno empleo, situará la inflación y las expectativas de inflación en los niveles deseados por los bancos centrales y, a partir de ahí, volverá a operar con relativa normalidad.

Paradójicamente, esta visión propone solventar lo que considera un problema básico de la economía azuzando una de las causas que ha contribuido a generarlo. A saber, propugna elevar los niveles de endeudamiento de los agentes e inflar el precio de los activos financieros. De hecho, se espera que estos sean los principales canales a través de los cuales los estímulos monetarios lleguen a la economía real. Según esta visión, hay tres motivos por los cuales merece la pena correr el riesgo de intentar inflar los flotadores financieros. Primero, si se consigue reactivar la economía y esta adquiere tracción sostenible por sí sola, entonces el crecimiento del PIB nominal aliviará la carga de la deuda y justificará precios más altos de los activos, a la vez que permitirá una retirada muy gradual de los estímulos. Segundo, el riesgo de formación de burbujas locales, y de contagio sistémico en caso de que pinchen, puede ser controlado con las políticas macroprudencial, microprudencial y de regulación financiera. Tercero, si los dos argumentos anteriores fallan, será un mal menor respecto a la alternativa de contemplar pasivamente cómo la economía se sumerge en el pozo y amplias capas sociales, posiblemente las más vulnerables, caen en el paro. Bajo la óptica de esta escuela, por tanto, las repetidas crisis financieras de estos años nos indican dos cosas. Primero y trascendental, que las políticas de demanda han estado mal diseñadas y han pecado de tímidas en su intensidad y duración. No sorprende, pues, que afloren ahora demandas para que la Reserva Federal detenga las subidas de tipos y para que Japón y la eurozona se adentren en el terreno de la monetización de la deuda y los tipos negativos. Segundo y complementario, que las políticas prudenciales y de regulación han tenido graves lagunas.

La visión alternativa considera que los problemas más importantes que afligen a la economía internacional están en el lado de la oferta y no en el de la demanda.2 Pero, desgraciadamente, los Gobiernos intentan eludir el coste electoral a corto plazo que suelen conllevar las reformas estructurales y caen en la tentación de poner parches con políticas de demanda expansivas (los bancos centrales tienen difícil abstraerse del clima de presión social y política, a pesar de su independencia formal). Ya de por sí, la dejadez en el cuidado del lado de la oferta acaba reflejándose en un menor crecimiento potencial a largo plazo. Además, el problema se agrava cuando los aumentos del gasto público y del crédito se destinan, fruto de la miopía, la premura y la facilidad para obtener fondos, a inversiones poco productivas que malbaratan los recursos (las burbujas inmobiliarias y los aeropuertos sin aviones son claros ejemplos). Como remate, los booms crediticios acaban, antes o después y por muy acertadas que sean las políticas prudenciales y de regulación, en crisis financieras que dañan aún más el funcionamiento del sistema económico. El resultado es un estado de la economía real ostensiblemente peor que al inicio de las políticas de demanda expansivas, con el agravante de que es fácil caer en un círculo vicioso entre crecimiento lento, remedios artificiales contraproducentes, acumulación de deuda, crisis financieras y más lentitud del crecimiento.

Los partidarios de esta corriente proponen, como prioridad, que la sociedad y las autoridades adopten un enfoque de largo plazo para abordar, con decisión y paciencia, las reformas estructurales del lado de la oferta que permiten elevar el crecimiento potencial. Respecto a las políticas de demanda, propugnan disciplina fiscal y monetaria. Esto es, no descartan la aplicación de estímulos cuando esté justificado (como es, de hecho, la coyuntura actual en algunos países) pero con moderación, evitando aquellas medidas más proclives a desencadenar efectos contrarios a los deseados (por ejemplo, los tipos de interés negativos) y con disposición a utilizar el freno cuando llegue la etapa de bonanza. Esto último es importante, dado que los booms de crédito son fruto no tanto de los estímulos en las fases de recesión como de la ausencia de medidas restrictivas en las expansiones. Esta asimetría ha distorsionado perversamente los incentivos de los inversores desde los tiempos de la denominada Greenspan put. Otra recomendación de esta escuela en materia de incentivos es aceptar las reestructuraciones de deuda si están justificadas y se llevan a cabo de manera selectiva y controlada. Creen que, bajo un esquema de ese tipo y con el complemento de un buen marco de regulación y supervisión, dispondríamos de unos mercados financieros más funcionales al servicio de la eficiencia y el desarrollo económicos. En ausencia del mismo, interpretan la cadena de turbulencias financieras de los últimos años como episodios de risk-off, por los cuales un shock inicial (ya sea de tipo fundamental, como ha sido el caso del descenso del precio del petróleo y de la desaceleración en China, ya sea meramente de sentimiento) se extiende, amplifica y retroalimenta, sobre la base de unos mercados inflados artificialmente por las políticas monetarias, unos agentes sobreendeudados, unos incentivos inadecuados y una regulación imperfecta.

Recapitulando, se trata de dos corrientes discrepantes respecto al diagnóstico de los problemas de la economía global, y claramente enfrentadas en cuanto al tratamiento recomendado (prioridades, estrategia y recetas concretas). Irónicamente, ambas son muy críticas con la política económica de los últimos años, si bien por motivos opuestos (pasividad frente a hiperactividad). Hay, sin embargo, un elemento de coincidencia más genuino: lo financiero importa, y mucho. Los tres artículos siguientes del presente Dossier examinan en detalle esta dimensión, al hilo de las profundas transformaciones que está experimentando el sistema financiero desde la crisis de 2008-2009. ¿Se ha ganado espacio para sostener deuda adicional? ¿Son más estables los bancos y los mercados de capitales en la actualidad que en el pasado? ¿Son más eficientes asignando capital y riesgos? Respuestas afirmativas serían buenos argumentos para el bando partidario de redoblar los estímulos keynesianos, cuando menos en términos del balance entre recompensa y penalización potenciales. Respuestas negativas aconsejarían, por el contrario, extremar la prudencia monetaria y fiscal. La realidad del mundo financiero se inclina, crudamente, por esto segundo.

Departamento de Macroeconomía,

Área de Planificación Estratégica y Estudios, CaixaBank

1. Véase, por ejemplo, Summers, L. (2014) «Reflections on the "New Secular Stagnation Hypothesis"», en el libro Secular stagnation: facts, causes and cures, publicado por Voxeu.org.

2. Véase, por ejemplo, el Informe Anual 2015 del Banco Internacional de Pagos.