Riesgos de una política monetaria en fase experimental

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Marta Noguer
4 de febrero de 2013

«Tiempos extraordinarios exigen medidas extraordinarias». Así de simple lo resumió Ben Bernanke en febrero de 2009 tras declarar que la Reserva Federal haría todo lo que estuviera en sus manos para restablecer la estabilidad financiera y la prosperidad económica. Cuatro años más tarde, Mario Draghi hizo lo propio –con su ya famoso «¡Creedme!»–, ratificando un cometido que el BCE venía asumiendo desde el principio de la crisis. En resumidas cuentas, los comandantes de política monetaria de las principales economías avanzadas –también del Banco de Inglaterra y de Japón– han demostrado estar dispuestos a sacar toda su munición, incluyendo esas actuaciones extraordinarias a las que se refería Bernanke, para apoyar a sus respectivos feudos. Pero, por muy loable que sea la intención –que lo es–, y por muy efectivas que resulten las medidas –más cuestionables–(1), la apuesta no está exenta de riesgos.

Para empezar, las medidas no convencionales a las que han apelado recientemente los grandes bancos centrales no dejan de ser eso: poco convencionales(2). Como tales, en muchos aspectos, todavía se hallan en fase experimental, pudiéndose asemejar a un fármaco que, sobre el papel, funciona pero que aún no se ha ensayado lo suficiente como para poder administrarlo sin recelo. En ese caso, todos sabemos que solo se recurriría a él en situaciones de extrema urgencia y si no hubiera alternativa. ¿Nos suena? Efectivamente, lo que precipitó la «nueva» política monetaria fue el embate de una crisis extrema cuando las defensas tradicionales estaban prácticamente desarmadas.

Siguiendo con el símil, el riesgo principal surge de la inexperiencia en la dosis y la duración adecuadas del remedio: una interrupción prematura del tratamiento puede provocar una recaída; pero una ingesta excesiva (por su magnitud o duración) puede generar adicción, reacciones adversas o efectos secundarios indeseados. Dado el sesgo habitual en la gestión de la política económica y una serie de agravantes que van desde el temor a una recaída hasta necesidades de financiación del Gobierno, cabe asignar una mayor probabilidad a que la retirada de los estímulos se demore en exceso que no al revés.

Empecemos, pues, por los efectos de adicción: la persistencia de los vastos niveles de liquidez actuales puede fraguar el denominado riesgo moral en la medida en que alimenta la expectativa (de las entidades financieras, tesoro público o quienquiera que se beneficie de las facilidades monetarias actuales) de poder contar con este tipo de apoyo en el futuro. Al mismo tiempo, puede generar dependencia de la financiación del banco central y frenar la normalización del mercado interbancario, al suplantar las estructuras de mercado habituales de gestión de liquidez por las inyecciones del prestamista de última instancia.

Aun sin crear adicción, un exceso de estímulos puede resultar tóxico para el paciente (en este caso, la economía). Por un lado, cabe la posibilidad de que la compra directa y masiva de activos por parte de los principales bancos centrales distorsione la asignación del crédito, hinchando artificialmente los precios de ciertos activos y contribuyendo a la formación de burbujas especulativas, tanto domésticas como foráneas. Por otro, la dilación de una laxitud monetaria tan extraordinaria como la actual puede acabar desanclando las expectativas de inflación, desencadenando presiones sobre precios y, en última instancia, llevarse por delante el cometido fundamental de la política monetaria: la estabilidad de precios.

Si se tratara de un medicamento común, el símil no daría para más; por lo que volvamos a lo no convencional: supongamos que estamos ante un tratamiento radioactivo, cuya manipulación exige cautelosas medidas de precaución para no contaminar al propio administrador. Porque, efectivamente, llevar la política monetaria al límite acarrea riesgos para el mismo banco central. Al expandir o cambiar la composición de su balance, el rector monetario está modificando su perfil de riesgo financiero, exponiéndose a posibles deterioros tanto de su posición patrimonial como de su reputación.

Fundamentalmente, incurre en tres tipos de riesgo: de tipo de interés; de crédito; y, en definitiva, de pérdida de credibilidad. Las adquisiciones de activos de renta fija cuyo precio baja si aumenta el tipo de interés (por ejemplo, bonos soberanos), pueden llevar al banco central a registrar pérdidas por cambios de valoración (para la parte de la cartera mark-to-market) o por la venta a un precio inferior al de adquisición. Por otra parte, está sujeto a riesgo de crédito derivado tanto de las compras directas de activos (por ejemplo, titulaciones hipotecarias en el caso de la FED o bonos soberanos adquiridos bajo el programa SMP del BCE), como de la provisión de crédito a la banca a cambio de colateral (por ejemplo, las LTRO del BCE). En ambos casos, la autoridad monetaria podría registrar pérdidas si se produce algún tipo de impago ya sea a nivel de activo o a nivel de colateral.

De todos modos, la exposición de dichos bancos centrales a riesgo de crédito es relativamente menor ya que se han tomado medidas significativas para protegerse de las eventualidades relatadas como, por ejemplo, imponer haircuts sobre el colateral para absorber potenciales pérdidas de valor o exigir, en general, una buena calidad de los activos tanto en las compras directas (caso de las cédulas hipotecarias adquiridas por el BCE), como en el colateral. Además, es importante tener en cuenta que un banco central puede operar con capital negativo. En otras palabras, si se diera un escenario extraordinariamente adverso que acarreara tantas pérdidas para el banco central que acabaran por comerse todo su patrimonio, incluso entonces, podría seguir operando, a corto plazo, sin mayor problema.

Y si bien es cierto que la significancia operativa de ese capital negativo sería, hasta cierto punto, irrelevante, también lo es que si llega a coartar la independencia del banco central o a enturbiar su credibilidad –condicionando la gestión de la política monetaria–, puede resultar inconveniente. Es decir, en principio, un capital negativo puede ir reponiéndose mediante sucesivos beneficios o mediante una recapitalización por parte del tesoro público. Sin embargo, la posibilidad de que el banco central tenga que recurrir a esa recapitalización del tesoro puede percibirse como una pérdida de independencia. Por otra parte, recurrir en exceso al señoreaje(3) puede minar la credibilidad del compromiso del banco central con la estabilidad de precios, desanclando expectativas y generando inflación. Con todo, lo dicho: es un riesgo, pero poco probable. Más probable sería que esa pérdida de credibilidad derivara de una retirada tardía de los estímulos o de un excesivo peso de determinados activos en el balance del banco central, pudiendo comprometer la estabilidad de precios o la estabilidad financiera.

En definitiva, minimizar los riesgos comentados exige calibrar y planificar cautelosamente la retirada de los estímulos y acompasarlos con otros instrumentos de política económica. En ese sentido, ayudará una buena comunicación de esa estrategia de salida, que transmita confianza y salvaguarde la tan preciada credibilidad. Al fin y al cabo, que un medicamento esté en fase experimental no significa que no funcione pero, ante los riesgos, más vale siempre prevenir que curar.

 

 

(1) Véase recuadro «Política monetaria no convencional: una historia (inconclusa) de éxito (limitado)», de esta misma publicación.

(2) Véase recuadro «En tiempos de crisis, creatividad monetaria», de esta misma publicación.

(3) Por «señoreaje», nos referimos a la capacidad del banco central de obtener ingresos mediante la emisión de dinero. Dicha emisión tiene un coste prácticamente nulo mientras que la contrapartida a su emisión (como, por ejemplo, títulos públicos o préstamos a bancos privados) genera intereses para el banco central.

Este recuadro ha sido elaborado por Marta Noguer

Departamento de Economía Internacional, Área de Estudios y Análisis Económico, "la Caixa"

Marta Noguer
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