Enseñar a aprender: la educación ante el cambio tecnológico

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19 de mayo de 2017
Mochila, bloc de notas y ordenador portátil

Puede que el término «revolución industrial» nos traiga a la memoria la máquina de vapor y los telares del siglo xviii o, si hablamos de «revolución tecnológica», un mundo futurista de coches voladores, pero no hace falta mirar tan lejos. En los últimos 50 años, nuestras economías se han transformado profundamente, pasando de estar preeminentemente basadas en la producción de manufacturas a convertirse en economías terciarias, donde priman el sector servicios y la producción y el consumo de conocimiento. Este proceso, llamado Tercera Revolución Industrial por el papel que ha jugado la tecnología digital, ha ido precedido y acompañado de un fuerte desarrollo del sector educativo: por ejemplo, en EE. UU., el porcentaje de adultos con educación secundaria y/o terciaria ha pasado de alrededor del 25% a principios de 1940 a superar el 80% en la actualidad. Y es que la educación está íntimamente ligada al cambio tecnológico: no solo forma a los inventores del presente y el futuro, sino que dota al conjunto de la población de las herramientas necesarias para adaptarse a las nuevas tecnologías y sacarles el máximo potencial. Así, subidos a las espaldas de la tecnología digital, puede que ya nos encontremos al borde de la Cuarta Revolución Industrial, basada en la inteligencia artificial. Al igual que en las anteriores, estas nuevas oleadas tecnológicas repercutirán sobre las funciones de la educación. Veamos cómo.

Un primer cambio fundamental que conlleva la tecnología digital es que ahora tenemos la capacidad de almacenar y acceder a un volumen de información prácticamente infinito, con lo que es imposible concebir la educación como un simple proceso de transmisión de información. Frente al énfasis tradicional en la memorización, en una era digital y de rápida evolución tecnológica la educación debe enseñar a aprender. Aunque el conocimiento está al alcance de un clic con el ratón del ordenador, llegar hasta él es menos fácil de lo que parece: requiere habilidades como la capacidad de identificar la información relevante, interpretarla, procesarla y, lo que es cada vez más importante, comunicarla. Así, son fundamentales el pensamiento crítico, la capacidad de resolución de problemas, la creatividad y la innovación, la cooperación, la capacidad de hacerse preguntas y las habilidades comunicativas. De hecho, la importancia de estas habilidades ya hace tiempo que se viene reflejando en la demanda de trabajo. Autor y Price analizan qué tipo de tareas componen el mercado laboral de los EE. UU. y cómo han evolucionado a lo largo del tiempo.1 Como muestra el primer gráfico, el mercado laboral ha ido abandonando las actividades manuales y repetitivas y ha abrazado aquellas actividades que requieren habilidades analíticas e interpersonales. Estos patrones están exacerbados por las mejoras en automatización, que pueden dar lugar a la ya mencionada Cuarta Revolución Industrial. Como analizamos en el artículo «¿Llegará la Cuarta Revolución Industrial a España?» del Dossier del IM02/2016, los avances tecnológicos en inteligencia artificial y en las capacidades sensoriales tienen el potencial de automatizar más tareas y redibujar el mapa de ocupaciones, dando un mayor peso a las profesiones que sean exigentes en términos de inteligencia emocional y creativa: las habilidades que ya hemos apuntado como prioridades para el sistema educativo.

Un segundo elemento fundamental de la revolución digital es que, gracias a la expansión de internet y las redes sociales, nos permite comunicarnos e interactuar con un número de personas muy extenso. El hecho de que podamos hacerlo a bajo coste es uno de los factores detrás del crecimiento de la llamada gig economy,2 que consiste en un aumento de las relaciones laborales con trabajadores por cuenta propia, como los periodistas freelance, y de las relaciones laborales vehiculadas por internet (por ejemplo, a través de Uber o Airbnb). De este modo, la formación digital es clave para todo trabajador porque internet se convierte en la puerta de entrada a un nuevo mercado laboral. Además, también hay que tener en cuenta que la emergencia de la gig economy puede provocar relaciones laborales menos estables y más diversificadas,3 con lo que es necesaria una formación continuada a lo largo de la vida profesional que facilite la capacidad de adaptación de los trabajadores. Como se explica en el artículo «Más allá del título: el reto de seguir formándose a lo largo de la vida laboral», en este mismo Dossier, el hecho de que la mayor parte de la formación en edad adulta se lleve a cabo entre empresas y trabajadores que tienen una relación de largo plazo se debe a la presencia de costes educativos elevados y con unos retornos dispersos a lo largo del tiempo. En este sentido, la menor estabilidad de las relaciones laborales que conlleva la gig economy puede tener efectos ambiguos: por un lado, reduce los incentivos del empleador, tradicionalmente con mayor capacidad de financiación, a contribuir a la formación del empleado; por el otro, el trabajador captura una mayor parte de los beneficios de invertir en su formación, lo que le incentiva a formarse más. Por último, un fenómeno preocupante es que los trabajadores que realizan más formación a lo largo de su carrera profesional son aquellos que ya parten de una mayor educación reglada, lo que puede amplificar las consecuencias de no alcanzar un buen nivel educativo en los años de juventud. Por ejemplo, el segundo gráfico, con datos para España, muestra que existe una brecha importante entre las habilidades digitales de los trabajadores adultos con educación superior y las de los trabajadores con educación básica.

Un factor obvio es que las tecnologías digitales han pasado a formar parte de nuestro día a día, por lo que requieren que todos tengamos al menos un dominio básico de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y que formemos a especialistas que nutran al sector. Claramente, este es uno de los beneficios directos de incorporar las tecnologías digitales como parte de las herramientas de la educación. Pero más allá de este beneficio directo, existe una discusión sobre si el uso de las TIC en las aulas puede representar una mejora general en el proceso de aprendizaje. Por ejemplo, la distribución de los contenidos educativos en vídeos y aplicaciones informáticas permite un aprendizaje más a medida de cada estudiante y que el maestro, con un menor rol en la transmisión de información, dedique más tiempo a la atención individualizada de cada alumno. Además, el aprendizaje es un proceso social (la evidencia empírica muestra que la adquisición de conocimientos es más efectiva cuando se deriva de interacciones sociales), por lo que la naturaleza interactiva de las TIC puede ser especialmente útil al aumentar el número de relaciones sociales posibles (por ejemplo, a través de las redes sociales). Por último, el uso de herramientas digitales en las aulas permite registrar los datos del aprendizaje para que, posteriormente, la comunidad científica pueda analizar qué métodos funcionan mejor. ¿Qué dice, pues, la evidencia sobre el uso de las TIC en las aulas? Los numerosos estudios empíricos dan resultados decepcionantes: las TIC no parecen mejorar el rendimiento escolar de los estudiantes.4 Aunque existen distintas razones por las que estos resultados pueden no ser concluyentes,5 una reflexión interesante que se desprende de este no-resultado es si realmente medimos bien el desempeño educativo: en un entorno tecnológico cambiante, las habilidades que debe transmitir la educación (pensamiento crítico, creatividad, trabajo en equipo, etc.) son especialmente difíciles de capturar en los test estandarizados con los que evaluamos la educación y cómo hacerlo correctamente sigue siendo una cuestión abierta.

En definitiva, si Isaac Newton dijo que «si he visto más lejos es porque estoy sentado sobre las espaldas de gigantes», hoy nos encontramos encima de gigantes más altos que nunca: una educación inteligente nos ayudará a ver todavía más lejos.

Adrià Morron Salmeron

Departamento de Macroeconomía, Área de Planificación Estratégica y Estudios, CaixaBank

1. Autor, D. y Price, B. (2013), «The Changing Task Composition of the US Labor Market: An Update of Autor, Levy, and Murnane (2003)», MIT Worker Paper.

2. Véase Katz, F. y Krueger , A. B. (2016), «The Rise and Nature of Alternative Work Arrangements in the United States», NBER Working Paper. En el lenguaje de los economistas, la organización de trabajadores en empresas se explica por la existencia de costes de transacción. Internet y las redes sociales reducen estos costes y, así, inducen a la aparición de relaciones laborales alternativas.

3. Es decir, que un mismo empleado trabajará para más empleadores.

4. Véase el repaso a la literatura de Bulman, G. y Fairlie, R. W. (2016), «Technology and Education: Computers, Software, and the Internet», Handbook of the Economics of Education, Vol. 5. En lo que respecta al impacto de la enseñanza por internet, la evidencia también apunta a que los resultados de los estudiantes presenciales son ligeramente mejores que los de los estudiantes a distancia. Sin embargo, en la medida en que los cursos por internet tienen un menor coste por estudiante, eso no significa que no puedan ser costes efectivos.

5. Por ejemplo, para que los estudiantes se beneficien del uso de las TIC, necesitan que la inversión escolar en TIC supere unos niveles mínimos y que los maestros estén suficientemente formados. Además, la verdadera diferencia en exposición de los estudiantes a las tecnologías digitales puede proceder de fuera de la escuela (uso doméstico de ordenadores, móviles, consolas, etc.).

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