Sobre la medición y el uso del PIB

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10 de noviembre de 2014

El PIB es, sin ninguna duda, la estadística predominante en el mundo económico. Lo utilizan los Gobiernos para elaborar los presupuestos públicos, los bancos centrales para formular la política monetaria, los inversores para administrar sus carteras y los responsables de diseñar la política económica. Sin embargo, ¿es adecuado emplearlo para este sinfín de propósitos? Como apuntó el premio nobel Joseph Stiglitz: «Lo que medimos afecta a lo que hacemos; y si nuestras medidas son incorrectas, las decisiones pueden estar distorsionadas». Es decir, para usar adecuadamente el PIB, ante todo hay que entender qué es, qué mide y qué deja de medir.

El PIB mide el valor de los bienes y servicios finales obtenidos en una economía en un periodo de tiempo determinado. Sus orígenes se remontan a la Gran Depresión de EE. UU. en la década de los treinta, cuando surgió la necesidad de computar el alcance de la contracción económica. A lo largo de los años, el sistema de cuentas nacionales, ideado cuando la producción era eminente-mente agrícola e industrial, ha ido evolucionando para adaptarse a los cambios del modelo productivo. En la era digital, la creciente importancia de la investigación y el desarrollo (I+D) en los procesos productivos o la producción de bienes intangibles suponen un importante reto de medición: ¿cómo valorarlos en el PIB?

El esfuerzo más reciente para adaptar el cálculo del PIB a la nueva economía ha tenido lugar este mismo otoño. Los países europeos han empezado a publicar los datos de contabilidad nacional con el nuevo estándar de cuentas nacionales y regionales (ESA 2010), que, a su vez, responde a los estándares dictados por las Naciones Unidas (SNA 2008) e implementados en EE. UU., Australia y Canadá. Entre los cambios introducidos, destaca la novedad de que el gasto en I+D se trate como inversión. Hasta ahora, se consideraba un consumo intermedio en el proceso de producción y, como tal, no estaba contabilizado directamente en el PIB. La nueva metodología reconoce que el gasto en I+D es, en realidad, una inversión, ya que supone un aumento del stock de capital intangible que puede ser usado repetidamente en el proceso de producción y, consecuentemente, pasa a engrosar directamente la cifra del PIB.

El impacto de la inclusión del gasto en I+D no es nada desdeñable: el PIB nominal de la Unión Europea se ha incrementado en 1,9 p. p. en 2010, un valor que se eleva a 4,0 p. p. en Finlandia y Suecia. Además de este cambio, la nueva metodología de cálculo del PIB engloba otros factores como el cómputo del gasto en sistemas de armamento en la inversión y de las actividades ilegales, como por ejemplo la prostitución, la producción y el tráfico de drogas y el contrabando, en el cálculo de la renta nacional. Si se tienen en cuenta el conjunto de cambios metodológicos introducidos, la revisión total del PIB es de 3,7 p. p. para el conjunto de la Unión Europea. En ocho de los 28 países, el PIB ha aumentado en más de 4 p. p. (véase el gráfico). Parece que, de golpe, nos he­­mos vuelto más ricos, al menos a efectos estadísticos.

Estos datos sugieren que la inclusión, o la exclusión, de determinadas actividades productivas en el PIB puede tener un impacto sustancial. Ello adquiere una mayor relevancia cuando las decisiones de política económica se basan en estas cifras, sin antes valorar qué incluyen y qué no. Sirva de ilustración la supuesta falta de inversión en las principales economías desarrolladas. En la eurozona, el peso de la inversión sobre el PIB se ha reducido del 22% en 2007 hasta el 18% actual. En EE. UU. el panorama es similar. Ante estos datos, no faltan las voces críticas exigiendo un mayor esfuerzo de inversión en estas economías con el fin de incrementar su crecimiento potencial. Pero ¿y si la inversión no está correctamente medida en el PIB?

El fuerte impacto que ha tenido la inclusión del gasto en I+D como inversión hace sospechar que quizás las cuentas nacionales estén omitiendo una parte, probablemente considerable, de la inversión en intangibles como el capital organizativo o el valor de las marcas (véase el artículo «Intangibles: la nueva inversión en la era del conocimiento» en este mismo Dossier). A raíz del inadecuado tratamiento de los intangibles en las cuentas nacionales, algunos economistas han intentado identificar y computar la inversión en estos capitales.1 En EE. UU. la inversión en activos intangibles es significativa y ha ido ganando relevancia: en 1977 representaba alrededor del 6% del PIB, un peso que ha aumentado hasta alcanzar algo más del 12% del PIB en 2011. El resultado es que la inversión total (incluyendo los intangibles) superaba el 19% del PIB en 2011 y presenta una tendencia de fondo positiva. En este caso, parece razonable cuestionar la necesidad de incrementar la inversión sin antes disponer de un diagnóstico correcto de la situación. De todos modos, es probable que, como consecuencia de la crisis económica, muchos países desarrollados tengan una tasa de inversión (en activos tangibles e intangibles) inferior a la deseable, pero la falta de estadísticas al respecto dificulta que se pueda valorar la idoneidad de este tipo de recomendaciones.

Las dificultades de medición del PIB que plantea la revolución digital van más allá de la inversión. Un caso acuciante es el de la medición del consumo de los bienes y servicios gratuitos (véase el artículo «El precio de lo gratuito» en este mismo Dossier). El consumo de lo gratuito, al no estar asociado con una transacción monetaria, difícilmente estará capturado en el PIB, que se estima a partir de datos sobre los pagos monetarios realizados. El problema adquiere una dimensión aún mayor por el efecto sustitución, es decir, cuando por el hecho de consumir un bien gratuito (por ejemplo, hacer una llamada a través de plataformas como Skype) se reduce el consumo de bienes de pago (hacer una llamada telefónica convencional) que sí estarían contabilizados en el PIB. Aunque sea difícil de cuantificar, Brynjolfsson y Hee Oh (2012)2 estiman que el valor de los bienes y servicios gratuitos en EE. UU. podría estar alrededor de los 100.000 millones de dólares anuales, una cifra nada desdeñable y que no está contabilizada en el PIB.

Tal y como acabamos de ver, a veces el uso del PIB puede ser problemático por lo que no incluye. Otras, como veremos a continuación, por lo que tiene en cuenta. Sirva de ilustración que en el cómputo del PIB se incluyen la economía sumergida y las actividades ilegales (estas últimas han sido agregadas en la última revisión, como se ha comentado anteriormente). Ello es relevante para la política económica porque muchas métricas se basan en el PIB. Por ejemplo, el déficit del sector público se acostumbra a medir como un porcentaje del PIB. Así, en el marco del procedimiento de déficit excesivo de la Comisión Europea, el objetivo de déficit público español para 2013 era del 6,5% del PIB. Con la estimación de abril, este objetivo se habría superado en una décima (6,6% del PIB). Sin embargo, el nuevo cálculo del PIB ha reducido el déficit al 6,3% del PIB,3 lo que significa que España cumplió, e incluso mejoró, el objetivo pactado con la Unión Europea. No deja de ser paradójico que ello se haya conseguido, en parte, gracias a la inclusión de actividades ilegales en el cálculo del PIB sobre las que el Gobierno no tiene capacidad recaudatoria. Un efecto similar se observa en la ratio de la deuda pública sobre el PIB, que descendió en 2,3 p. p. entre abril y octubre gracias a la revisión del PIB.

Dado el conjunto de limitaciones que plantea la estimación del PIB, en determinadas ocasiones es necesario recurrir a otras medidas que se ajustan más al objeto de análisis. Por ejemplo, en lugar de utilizar el PIB per cápita para medir el progreso de una nación, se han desarrollado indicadores de bienestar social que valoran otros aspectos que determinan la calidad de vida de las personas, como la calidad de la educación o el medio ambiente (véase el artículo «¿Refleja el PIB el bienestar de los países?» en este mismo Dossier).

En definitiva, el PIB es, y será, la métrica principal para medir el progreso de una economía. Ciertamente, se están haciendo esfuerzos significativos para adaptar las cuentas nacionales a la nueva realidad económica. Las dificultades recaen en su uso (y abuso) para formular políticas económicas y establecer prioridades. Por ello, es necesario ser conscientes de las limitaciones del PIB y utilizarlo en conjunción con otras métricas que lo complementen. De este modo, las decisiones económicas serán más adecuadas.

Judit Montoriol-Garriga

Departamento de Macroeconomía, Área de Planificación estratégica y Estudios, CaixaBank

1. Corrado, C., Hulten, C. y Sichel, D. (2009), «Intangible Capital and U.S. Economic Growth», Review of Income and Wealth, 55, 661-85.

2. Erik Brynjolfsson y Joo Hee Oh (2012), «The Attention Economy: Measuring the value of free digital services on the internet», Thirty Third International Conference on Information Systems, Orlando.

3. Concretamente, dos décimas son atribuibles a la revisión del PIB y una décima a la mejora del saldo de las corporaciones locales.

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