Gestión de carteras: de la teoría a la práctica

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Carlos Martínez Sarnago
8 de enero de 2015

La gestión de carteras es una cuestión eminentemente práctica. Pero de una u otra forma, tanto los inversores particulares como los profesionales (a quienes con cada vez más frecuencia se delega la gestión) parecen dar por buena la frase de que no hay nada más práctico que una buena teoría. En efecto, la valoración de los activos financieros (asset pricing) y la elección de cartera (portfolio choice) están entre las parcelas de la ciencia económica en las que las aportaciones teóricas alcanzan mayor repercusión fuera de las fronteras del ámbito académico. Como no podría ser de otra manera, a lo largo del tiempo se han ido postulando diversas teorías, en algunos aspectos contradictorias y en otros complementarias. Hoy coexisten sin un predominio claro de unas sobre las otras, dando sustento conceptual a diversas formas de abordar la gestión. La dicotomía entre las estrategias pasivas (passive management) y las estrategias activas (active management) constituye probablemente la gran línea divisoria.

En efecto, el estudio de la formación de los precios de los activos financieros, de los factores subyacentes que dan lugar a los mismos y, particularmente, de sus dinámicas temporales es una cuestión que ha permanecido en el epicentro del debate en los círculos académicos desde el nacimiento de las finanzas modernas a principios de la segunda mitad del siglo XX. La principal corriente de pensamiento, sin duda dominante hasta inicios de la década de los ochenta, es de inspiración neoclásica y pivota sobre los postulados de la hipótesis del mercado eficiente (HME). En la actualidad dicha corriente mantiene predicamento, pero ha debido dejar espacio a otros marcos teóricos que incorporan elementos como los sesgos cognitivos que padecen los individuos a la hora de tomar decisiones de inversión o la presencia de fricciones en el funcionamiento de los mercados (impedimentos al arbitraje) o los problemas de información asimétrica derivados de la relación de agencia que se establece entre el inversor (principal) y el gestor profesional de carteras (agente). Lejos de imponer una teoría y repudiar las otras, la combinación de las mismas otorga una visión de conjunto más útil que permite extraer tres importantes conclusiones. Primero: predecir correctamente la evolución de los mercados bursátiles en un horizonte a corto plazo de manera sistemática es extremadamente improbable. Segundo: la predictibilidad es mayor a medida que aumenta el horizonte temporal debido a la existencia de una serie de patrones que tienden a repetirse en el tiempo, como la inercia1 (momentum) y la reversión a la media. Y tercero: la obtención de rentabilidades superiores a las del mercado conlleva como contrapartida, en la inmensa mayoría de casos, la asunción de mayores dosis de riesgo.

Los economistas partidarios de la HME defienden que no es posible predecir la evolución futura de los precios de las acciones, puesto que estos reflejan de manera rápida cualquier información relevante, ya sea de alcance privado o público. Hay tres ingredientes básicos que conducen a un mercado eficiente: que los inversores sean racionales, que sus errores sean aleatorios y que no haya impedimentos al arbitraje. En consecuencia, si el intento de batir al mercado resulta un ejercicio estéril, estos economistas sostienen que las estrategias de gestión pasiva (que tratan de replicar la evolución de un benchmark o índice representativo del conjunto del mercado) resultan mucho más apropiadas para el inversor que las estrategias activas (que se alejan de la cartera de mercado aspirando a mejorar la relación rentabilidad/riesgo), puesto que estas últimas tienen asociados unos costes de transacción y gestión notablemente más elevados que las primeras. En este sentido, la estrategia pasiva por excelencia es la que se conoce como buy and hold (comprar y mantener), cuyos principios elementales consisten en mantener a lo largo del tiempo una cartera diversificada que replique, al menos a grandes rasgos, la composición de un índice bursátil amplio, sin dejarse llevar por el cortoplacismo ni por modas pasajeras. En este sentido, el auge en la última década de algunas innovaciones financieras, como los ETF (exchange-traded funds) o los fondos cotizados sobre índices de renta variable, renta fija, divisas y materias primas, ha permitido dotar a la gestión pasiva de mayor potencial y sofisticación.

La corriente de las finanzas conductuales (behavioral finance) desafía el supuesto de racionalidad que subyace a la HME. Con base en experimentos naturales y artificiales, diversos autores han ilustrado que el proceso de toma de decisiones de los individuos a la hora de invertir está sujeto a numerosos sesgos psicológicos o cognitivos que se alejan de la racionalidad. Ello tiene implicaciones importantes tanto para la propia cartera del inversor como para la evolución del conjunto del mercado. Dentro del universo del active management ha aparecido una panoplia de estrategias de inversión que se valen de las enseñanzas que brinda el behavioral finance para intentar mejorar los resultados de dicho mercado en términos de rentabilidad/riesgo. A estos efectos, entre las disfunciones cognitivas que identifica la literatura conductual cabe destacar el exceso de confianza, las opiniones sesgadas, la aversión a materializar pérdidas y la mentalidad de rebaño (herd behavior). De hecho, el comportamiento de rebaño es probablemente uno de los aspectos de las finanzas conductuales más conocidos y hace referencia a la adopción de los criterios de las masas en detrimento de las propias creencias, incluso si los primeros parecen carentes de toda lógica o sentido común. Algunas estrategias de gestión activa descansan en identificar hacia dónde se mueve el rebaño y apostar en dicha dirección. Llegados a este punto, el lector se formulará la siguiente pregunta: de acuerdo, pero si, como argumentan los partidarios de las tesis conductuales, los precios de las acciones no siguen un paso aleatorio y su predicción es posible,2 ¿no deberían los inversores racionales mediante el arbitraje (comprando acciones infravaloradas y vendiendo las sobrevaloradas) contribuir en última instancia a corregir las desviaciones observadas en el mercado de valores? A pesar de la lógica de este argumento, hay diversos factores que, en la práctica, limitan los efectos reequilibradores del arbitraje. La lista es larga y abarca desde la posibilidad de que la proporción de riqueza que controlan los agentes racionales sea muy baja en comparación con la del resto de inversores, hasta la dificultad y el riesgo que entraña realizar ventas a corto de acciones sobrevaloradas (véase el artículo «La formación de los precios en los mercados financieros: entre la razón y la emoción» de este Do­ssier). En línea con los hallazgos de Abreu y Brunnermeier3 (2002, 2003), la existencia de un problema de agencia entre el inversor (que actúa como principal) y el gestor de fondos de inversión (que actúa como agente) menoscaba el papel de aquellos intermediarios financieros con un mandato de inversión a largo plazo: en caso de que el episodio de entusiasmo o pesimismo sea de una intensidad y duración destacables, es probable que el inversor se sienta tentado a reembolsar su inversión si el gestor se resiste a seguir al rebaño.

En sentido más amplio, las estrategias de inversión cuantitativas (quantitative investment) constituyen uno de los principales estilos de gestión activa que tratan de utilizar las enseñanzas del behavioral finance mediante el uso de algoritmos diseñados para ejecutar operaciones de compra y venta de acuerdo a reglas y parámetros específicos. Las estrategias denominadas momentum son uno de los principales exponentes de la inversión cuantitativa. En síntesis, consisten en aprovechar la inercia alcista o bajista que muestran los mercados de valores a corto y medio plazo (uno de los elementos más complejos de explicar desde la óptica de los modelos racionales de la HME). Un sencillo ejemplo de este tipo de estrategia consiste en comprar los valores que en el pasado reciente han mostrado un mejor comportamiento frente a un índice de referencia y vender los que se han comportado peor. Otra estrategia activa bien conocida es la filosofía de inversión value (valor). En el value investing prima la identificación de valores con ratios de valoración reducidas, tales como el PER (price-earnings ratio) o el P/BV (price-to-book value), dado el poder predictivo de estas métricas de valoración sobre los retornos futuros. Esta circunstancia es concebida por algunos académicos y profesionales de la inversión como otro claro ejemplo de «anomalía» (en el sentido de desviación respecto al paradigma de racionalidad de la HME), cuyo origen está en la existencia de los sesgos cognitivos mencionados anteriormente, los cuales alejan temporalmente a los mercados de sus niveles de equilibrio. Para otros, sin embargo, constituye un fenómeno originado por fuerzas puramente racionales: sería la compensación que en términos de rentabilidad recibe el inversor al tomar posición en este tipo de valores, que adolecerían de algún tipo de riesgo no diversificable y adicional al riesgo de mercado propio de los modelos estándar tipo CAPM. Como se aprecia, un aspecto diferenciador importante entre las estrategias valor y momentum se halla en el horizonte de medio y largo plazo que caracteriza a las primeras frente a los horizontes mucho más cortos de las segundas. En cierto modo, puede trazarse un símil entre los gestores que implementan estrategias valor y la figura del contrarian, ya que en diversas ocasiones los primeros replican a la inversa las fluctuaciones del mercado si ello está justificado en términos del valor fundamental de un título o grupo de títulos. Es decir, compran los títulos que han bajado y se han abaratado. Aunque también hay gestores que intentan compatibilizar ambas estrategias: compran títulos baratos que ya muestran momentum alcista.

No obstante, la implementación del enfoque momentum o el de valor, o de cualquier otro tipo, en una cartera de acciones no asegura per se de ningún modo la obtención de rentabilidades ajustadas al riesgo por encima de la media o del mercado, ya que ambas estrategias están sujetas a riesgos considerables. En el primer caso, el momentum o inercia tiende a producirse de forma más acentuada en empresas de tamaño reducido y de menor liquidez, lo que puede resultar muy perjudicial ante episodios de aversión y volatilidad elevadas en los mercados financieros. En el segundo, las bajas ratios de valoración pueden estar justificadas si, por ejemplo, reflejan otros aspectos como la difícil situación financiera de una empresa o la baja probabilidad de éxito y viabilidad del proyecto empresarial. En muchas ocasiones, el factor oculto detrás de rentabilidades elevadas o extraordinarias es el riesgo en que se incurre por tomar posición en un valor o adoptar un determinado estilo de gestión. En caso de que ocurra un evento altamente improbable pero potencialmente dañino (black swan), las primas de riesgo asociadas, que antes jugaban a favor con el viento de cara, pueden cambiar de signo y resultar muy nocivas para la cartera de valores. En los últimos años, el desarrollo del estilo de inversión por factores de riesgo4 (factor investing), en contraposición a la inversión según la clase de activo (renta variable, deuda pública y privada, divisas, materias primas, etc.) ha irrumpido con fuerza. En concreto, esta nueva corriente de inversión pone de manifiesto la importancia de gestionar y diversificar la exposición de nuestra cartera a las múltiples primas de riesgo existentes en diversos segmentos de los mercados financieros (prima de riesgo bursátil, prima temporal de la deuda pública, prima de riesgo de crédito y prima de riesgo de liquidez, entre otras) y a los factores macroeconómicos subyacentes (crecimiento económico, inflación, tipos de interés reales, etc.). A modo de ejemplo, un inversor que ostente una determinada proporción de su cartera en bonos corporativos o en capital riesgo estará aumentando implícitamente su exposición a la renta variable, puesto que ambas clases de activos están notablemente influidas por los mismos factores de riesgo que rigen la evolución de los mercados bursátiles.

En conclusión, la existencia de una serie de patrones conductuales que resultan de utilidad para aventurar la evolución de los mercados bursátiles no supone el quebranto y el fin de la HME. Aunque los mercados den muestras en ocasiones de un comportamiento poco racional, los desajustes en los precios de los valores no persisten para siempre y acaban por corregirse de forma inexorable. Como es bien sabido por los gestores de carteras profesionales, las probabilidades de batir al mercado de forma regular sin asumir riesgos adicionales son muy bajas. Al igual que en otros muchos ámbitos, no hay almuerzos gratis (there is no free lunch) en los mercados financieros, por lo que cuando la fortuna sonríe y aparece uno de ellos, el inversor deberá apresurarse a degustarlo antes de que se enfríe y desaparezca de la mesa.

Carlos Martínez Sarnago

Departamento de Mercados Financieros, Área de Planificación Estratégica y Estudios, CaixaBank

1. Para una exposición rigurosa sobre esta cuestión, véase Shiller, R. J. (1981) «The use of volatility measures in assessing market efficiency», Journal of Finance.

2. Lo, A. W. y Mackinlay, A. C. (1988) «Stock market prices do not follow random walks: evidence from a simple specification test», Review of Financial Studies 1, 41-66.

3. Abreu, D. y Brunnermeier, M. (2002) «Synchronization risk and delayed arbitrage», Journal of Financial Economics 66 (2-3), 341-360.

4. Para el lector interesado en este campo, véase Ang, A. (2013) «Factor investing», Columbia Business School Research Paper No. 13-42. y Asness, C. S., Moskowitz, T. J. & Pedersen, L. H. (2013) «Value and momentum everywhere», Journal of Finance 68, 929-985.

Carlos Martínez Sarnago
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