Los retos del Estado en la nueva economía digital

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9 de julio de 2015

La adopción de las nuevas tecnologías digitales supone una revolución para las empresas y los individuos, que han cambiado la manera en la que se organizan, compran o se relacionan. Estos cambios, sin embargo, conllevan importantes retos para el Estado, puesto que tiene que regular actividades que antes no existían o para las que la regulación actual no está adaptada. En este artículo analizaremos el papel del Estado en términos de competencia, recaudación tributaria y gobernanza global en un mundo digitalizado.

Empezando por el ámbito de la competencia, es importante destacar cómo las nuevas tecnologías digitales pueden reducirla o favorecer situaciones de monopolio. Tradicionalmente, cuando una empresa (tecnológica o no) alcanza una cuota de mercado considerable y dispone de una plataforma estándar líder puede estar tentada a abusar de su posición dominante limitando a la competencia. Los avances tecnológicos en la era digital han facilitado que varios gigantes tecnológicos (Microsoft, Google, Apple, etc.) conquistaran esta situación de ventaja. Sin embargo, las nuevas tecnologías digitales también abren la puerta a la competencia, puesto que permiten la entrada en escena de nuevos competidores, al simplificar el proceso necesario para convertirse en proveedores de bienes y servicios. Por ejemplo, las nuevas aplicaciones para móviles han favorecido las transacciones entre particulares (P2P, por las siglas en inglés de peer-to-peer) en sectores regulados como el alquiler de viviendas o el transporte de pasajeros, que han experimentado un auge exponencial en los últimos años.

El aumento de la oferta como consecuencia de la mejora tecnológica tiene una vertiente positiva para los consumidores, ya que incrementa la competencia existente gracias al mayor número y variedad de bienes y servicios ofrecidos, o a la disminución de su precio. No obstante, esta entrada disruptiva de nuevos actores puede comportar también una competencia desleal hacia los proveedores de servicios ya establecidos que, a diferencia de los últimos en llegar, han tenido que respetar una normativa de seguridad, estándares de calidad o conseguir licencias de actividad, entre otros. La innovación tecnológica posibilita la actividad de estos nuevos agentes y es imposible (y seguramente nada deseable) restringirla completamente. Pero es necesario que cumplan unos requisitos básicos, tanto al inicio del negocio (por ejemplo, la protección del consumidor) como durante el desarrollo de la actividad (por ejemplo, el pago de tributos), y que operen bajo la ley. Por otra parte, la legislación debe adaptarse también a los nuevos modelos de negocio y a las mejoras tecnológicas. Por ejemplo, para obtener un permiso de transporte de pasajeros se exige pasar una prueba que demuestre un conocimiento exhaustivo del callejero de una ciudad. Sin embargo, los teléfonos móviles con GPS han facilitado que cualquiera pueda trasladar a personas a una dirección precisa sin necesidad de que conozca las calles al dedillo, lo que hace obsoleta esta exigencia (además de facilitar el contacto con los clientes a través de una aplicación P2P). En definitiva, el Estado debe desarrollar un marco normativo más flexible y amplio que dé respuesta a la nueva realidad y que no suponga una restricción a la entrada de nuevos agentes.

Otra cuestión importante en este ámbito es la normativa de protección del consumidor y de estándares de calidad y seguridad, cuyo cumplimiento debe garantizar el Estado, una tarea complicada en una economía digital que, por su naturaleza, no tiene fronteras. La armonización legislativa entre los distintos países de la Unión Europea (UE), y dentro de los mismos, sería una mejora en este sentido, puesto que aumentaría la protección del consumidor a la vez que favorecería la economía digital. En España, por ejemplo, la existencia de distintas legislaciones sobre pisos turísticos según comunidad autónoma, e incluso según municipio, dificulta el control de esta actividad, y también su desarrollo.

En el ámbito de la recaudación tributaria, el reto al que se enfrenta el Estado es conseguir tasar la actividad en la red. Algunas grandes empresas tecnológicas logran reducir su tributación contabilizando sus ventas en países con menores impuestos, en lugar de en los países donde el comprador efectúa la transacción. Asimismo, para evitar pagar impuestos en los países que operan con tributos más altos, transfieren parte de sus beneficios a empresas filiales en países con menor tributación. Para conseguirlo, usan un mecanismo de precios de transferencia excesivos que logra traspasar la mayor parte de los beneficios al otro país. La Comisión Europea está analizando la posible distorsión de la competencia de varias ventajas fiscales otorgadas por, entre otros, Irlanda (por el caso de Apple) y Luxemburgo (por el caso de Amazon). Una armonización legislativa, al menos entre países de la UE, reduciría este problema, así como una buena vigilancia de que las transferencias entre filiales cumplen con la legalidad. Por otro lado, parte de los ingresos obtenidos por la prestación de bienes y servicios gracias a los medios digitales no tributan actualmente al no existir una legislación adaptada. Por ejemplo, los conductores que usan aplicaciones de transporte de pasajeros aún no legalizadas no pagan el IVA de sus transacciones. Sin embargo, las plataformas P2P podrían colaborar para mejorar el pago de tributos, puesto que, al facilitar la trazabilidad de las transacciones, dificultan que los intercambios comerciales permanezcan en la economía sumergida.

Finalmente, la tercera área de suma importancia para los Estados es la gobernanza global de los flujos digitales. Utilizar internet como caso de análisis, teniendo en cuenta que está siendo el instrumento a través del cual se está desarrollado gran parte de la globalización digitalizada, permite concretar un debate a veces demasiado genérico. Internet debe su éxito a ser un sistema único y global, en particular sus principales protocolos y sus infraestructuras. Pero en la actualidad hay dos puntos de fricción que podrían erosionar esos principios: la neutralidad de la red y la ciberseguridad.

La neutralidad de la red implica que cualquier dato debe ser tratado por igual, sin discriminarlo por origen o contenido; así, internet se entiende como un servicio único, en lugar de como una red con distintas categorías. En la práctica, esto supone, por ejemplo, prohibir a la empresa propietaria de la infraestructura que cobre para que algunos datos sean trasmitidos de forma más rápida. Sin embargo, también reduce los incentivos a innovar e invertir de las empresas, puesto que pierden un mecanismo a través del cual podrían monetizar su inversión. Los usuarios individuales desean acceder a toda la información sin filtros, pero también desean mejoras e innovación en las infraestructuras que utilizan, al menor coste posible.

Finalmente, la ciberseguridad es una cuestión crítica para los Gobiernos: la magnitud del cibercrimen es ya equiparable en volumen a la del tráfico de drogas.1 No es fácil conciliar la seguridad en internet (que debería ser deseable para todas las partes) con el control de internet para garantizar la seguridad nacional e internacional. Para algunos Estados, la red puede constituir un riesgo político o pueden querer utilizarla como un mecanismo de control de la ciudadanía. En cualquier caso, la instrumentalización de internet para alcanzar objetivos de política nacional daña su integridad y su funcionalidad. Una solución bastante cercana a la óptima desde un punto de vista teórico sería crear una zona neutral donde las principales conexiones troncales de internet (el backbone) estuvieran «gobernadas» por un organismo multilateral que incluyera todos los agentes (Gobiernos, empresas, consumidores, etc.). Sin embargo, la puesta en práctica de esta solución parece difícil debido a los distintos intereses económicos y a las divergencias políticas de las partes implicadas.

En resumen, si bien las innovaciones tecnológicas suponen un importante avance para la sociedad, también son una fuente de retos cruciales para los Estados. Es importante que las regulen adecuadamente para incrementar el bienestar teniendo en cuenta las preferencias de la población. Pero sería un error que un exceso de regulación o una regulación desfasada coartaran las posibilidades de crecimiento que conllevan.

1. Javier Solana, «Cyber War and Peace», Project Syndicate, 30 de abril de 2015.

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