Estabilidad hegemónica en tiempos de cambio
¿Es compatible el giro estratégico de la Administración Trump con el papel que han desempeñado los Estados Unidos como potencia garante del equilibrio económico internacional?

Dejábamos la situación económica global hace un mes con un arancel efectivo de EE. UU. en el 30% (3% antes del día L) y con la sensación de que solo el comportamiento de los mercados de bonos estaba siendo capaz de introducir algo de sensatez en unas negociaciones comerciales, por momentos caóticas, con demasiados frentes abiertos para la Administración americana. El minuto y resultado del conflicto comercial en la primera semana de junio refleja cierta desescalada de las tensiones, a la espera de la decisión final del Tribunal de Comercio, pues, por el camino, EE. UU. ha alcanzado un acuerdo con el Reino Unido y firmado una tregua con China para reducir, durante 90 días, las tarifas recíprocas. Todo lo anterior ha rebajado el arancel promedio hasta el 14,6% (en torno al 40% con China y 10% para el resto del mundo), incluyendo la última subida al 50% de las tarifas al acero y aluminio, lo que refleja un reajuste en la delicada estrategia de la Administración Trump de intentar asumir pocos daños a corto plazo mientras se busca un reequilibrio beneficioso para la economía americana a largo plazo.
De esta manera, cerca del inicio del verano nos encontramos con aranceles a las importaciones americanas situados en niveles compatibles con una desaceleración ordenada de la actividad global. En nuestro escenario central, con un arancel promedio en torno al 10%, el crecimiento mundial se situaría en el 2,9% (1,2% para las economías avanzadas y 3,2% para las emergentes), con la eurozona avanzando a ritmos del 0,9% (2,4% en España), favorecida por la bajada de los precios de la energía (alrededor de un 25% en euros en lo que llevamos de año) y por una política monetaria que ya habría alcanzado la zona neutral en junio. El país más negativamente afectado a corto plazo por las hostilidades comerciales será el propio EE. UU., con una combinación de crecimiento e inflación en 2025 (1,3% y 2,9%, respectivamente) mucho peor que la prevista antes del anuncio de las subidas tarifarias y peligrosamente cercana a una situación de estanflación. Esta divergencia en la dinámica de cambio a ambos lados del Atlántico, favorable a Europa por primera vez en mucho tiempo, se sigue reflejando tanto en el comportamiento de los mercados financieros como en los flujos de ahorro y en la evolución del tipo de cambio. El problema es que después de un cuatrimestre en el que la economía mundial se ha visto beneficiada por las inercias previas al día L y por la anticipación de decisiones de compra, el patrón de comportamiento de la actividad global va a cambiar de forma marcada en los meses centrales del año; siendo difícil anticipar el efecto combinado del desorden arancelario, la incertidumbre geopolítica, el aumento de la inflación en EE. UU. y la fuerte depreciación del dólar, tanto en las decisiones de consumidores y empresas como en los precios de los activos financieros.
Sobre todo, cuando tenemos un nuevo elefante en la habitación que es la situación fiscal americana en pleno proceso de negociación del presupuesto, teniendo en cuenta los niveles actuales de déficit público (6,5% del PIB), deuda pública (120% del PIB) o el elevado coste del servicio de la deuda (3,8% del PIB). Indicadores fiscales escasamente compatibles con la máxima calificación que asignaba Moody’s a la deuda americana (AAA) antes de la reciente revisión a la baja. En este contexto, las rentabilidades de los bonos a 10 años (4,4%) o 30 años (4,95%) van a mostrar mucha sensibilidad a un presupuesto que está en plena negociación en las Cámaras, con algún aspecto preocupante como la sección 899, que podría penalizar la inversión internacional. Especialmente por la desconfianza hacia el dólar que se percibe en un buen número de inversores, aunque la evidencia sugiere que el movimiento de las últimas semanas se trata más de una corrección intensa (y algo desordenada) que de las primeras señales de un cambio estructural en su tradicional papel de moneda de reserva, pues el billete verde todavía cotiza un 19% por encima de la media de su tipo de cambio efectivo real de los últimos 20 años. Pero como nos recordaba recientemente Martin Wolf utilizando la teoría de la estabilidad hegemónica, el equilibrio de una economía mundial abierta depende de la existencia de una potencia económica capaz de ofrecer bienes públicos esenciales, mercados abiertos para el comercio y una moneda estable, además de erigirse en prestamista de última instancia en caso de necesidad. Papel que ha sido capaz de desempeñar EE. UU. desde 1945. La pregunta es si esto es compatible con el giro estratégico de la Administración Trump, que parece estar buscando un retorno parcial o total de la primera potencia mundial a los cuarteles de invierno. Esto dejaría huérfana a la economía mundial de ese estabilizador económico, pues China, a corto plazo, no parece estar en disposición de ofrecer un liderazgo de ese tipo. Por tanto, con la geopolítica ganando protagonismo por momentos, el diseño del nuevo orden económico mundial pivotará sobre el juego estratégico entre estas dos realidades económicas (EE. UU. y China) que amenazan con superponerse, después de seguir trayectorias paralelas en las últimas décadas de las que, sin embargo, se derivaron dinámicas macroeconómicas concurrentes y, en el fondo, mutuamente beneficiosas.