Las finanzas públicas, el talón de Aquiles de la economía brasileña

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Àlex Ruiz
12 de noviembre de 2018
Bandera de Brasil

El nuevo presidente de Brasil no va a tener mucho tiempo para festejar la victoria. Los retos a los que se enfrenta su país son de calado, por lo que haría bien en pasar de las promesas electorales a la toma de medidas con celeridad. Concretamente, la primera prioridad del nuevo Ejecutivo debería ser, sin lugar a dudas, afrontar la complicada si­­tuación de las finanzas públicas.

Desde el punto de vista europeo, la situación económica de Brasil no debemos mirarla como si de un problema ajeno se tratara y que solo deba preocupar a aquellos que han invertido en el país. Por un lado, a diferencia de otros emergentes, como Turquía o Argentina, las interconexiones financieras y económicas de Brasil con el resto del mundo son sustanciales. Por otro lado, Brasil, además de ser la primera economía latinoamericana, es un proveedor central de diferentes materias primas a nivel global.

Dada la importancia sistémica del país, no es de extrañar que Brasil reciba siempre una elevada atención por parte de los inversores, atención que, en los últimos meses, se ha centrado, en gran medida, en la capacidad del nuevo Gobierno de ejecutar las muy necesarias, pero prácticamente siempre demoradas, reformas estructurales que necesita, como la mejora de las infraestructuras de transporte y energía, del marco regulatorio –que sigue siendo excesivamente complejo y poco efectivo– y de los problemas crónicos de inseguridad. Pero, por encima de todo, preocupa la situación de las finanzas públicas de Brasil, cuyo saneamiento, si no se toman medidas de calado, será cada vez más difícil.

Se trata de una preocupación fundamentada: en 2017, el déficit público se situaba en el 7,8% del PIB y la deuda pública en el 74,0%, registros claramente superiores a los habituales entre los emergentes. A estos niveles se ha llegado, además, de una forma relativamente rápida, ya que en 2013 ambas cifras eran, respectivamente, el 3,0% del PIB y el 51,5% del PIB. Además, todo apunta a que estas cifras se seguirán deteriorando si no se toman medidas de ajuste de calado.

¿Cuáles son los factores que presionan el desequilibrio de las finanzas públicas al alza? Un primer candidato natural es la evolución de la propia economía, que en los últimos años ha tenido que lidiar con una recesión grave y una recuperación exigua: si en el periodo 2009-2013 el crecimiento promedio anual fue del 3,3%, en los últimos cuatro años el registro fue del –1,4%. Sin embargo, según estimaciones del FMI, el déficit público efectivamente registrado y el ajustado cíclicamente son relativamente similares en prácticamente todo el periodo comprendido entre 2002 y 2017. O, lo que es lo mismo, el deterioro del saldo público se produce por motivos estructurales, ajenos a la mala evolución económica de los últimos años.

Un segundo sospechoso habitual en países con elevado nivel de deuda pública es el pago de intereses. En el promedio de 2014-2017, cuando el déficit público fue del 8,2% del PIB, el pago de intereses fue equivalente al 6,6% del PIB (es decir, el grueso del déficit registrado se debía al pago de intereses, mientras que el déficit público primario, del 1,6% del PIB, era mucho más pequeño). Sin embargo, si ampliamos el foco temporal, la conclusión se mantiene: en los «años buenos», es decir, del 2000 al 2013, Brasil pagó en promedio anual un 6,1% de su PIB en intereses. Esta es una carga pesada y cuya evolución a corto plazo es difícil de cambiar, pero el deterioro del déficit público de Brasil no parece que sea exclusivamente resultado de un aumento del coste de la deuda.

Un tercer candidato a explicar el deterioro de las cuentas públicas suele ser el bajo nivel de ingresos, usualmente un talón de Aquiles de las economías emergentes. Tampoco es el caso. El nivel de ingresos de Brasil es elevado: aunque, en proporción al PIB, han disminuido en cierta medida en los últimos años, los ingresos públicos todavía ascienden a más del 30% del PIB (el promedio de la OCDE es del orden del 35%).

En definitiva, ninguno de los factores anteriores explica por sí mismo el empeoramiento del déficit público, y en consecuencia la escalada de la deuda, que se produce, en cierta medida, a partir de 2014 y con mayor intensidad desde 2015. Para encontrar la causa hay que fijar la atención en el lado del gasto. En estos años se produce un aumento superior al 25% en el gasto público. Se trata, como es obvio, de un aumento muy elevado, sin precedentes en las últimas décadas, y que, además, dado que la dinámica de gasto público brasileño tiene un fuerte carácter inercial, produce una situación de histéresis (es decir, el cambio de nivel se mantiene en el tiempo). Eso explica por qué, cuando se intenta reaccionar, los resultados son escasos. Así, y a pesar de que en 2016 se estableció un límite al crecimiento de las partidas principales de gasto social en manos del Gobierno central (de forma que no podían crecer más que la inflación), la medida solo ha servido para conseguir que el gasto se sitúe por debajo del 40% del PIB. Ciertamente, se ha frenado la tendencia alcista de años anteriores, pero todavía no se ha corregido.

El problema de fondo esencial reside en que el Gobierno solo es responsable directo de una parte relativamente pequeña de los gastos públicos. Así, incluso si se descuentan los intereses pagados, aproximadamente un 80% del gasto primario del Gobierno central son gastos no discrecionales. En particular, destaca que más de un 40% de los gastos primarios se destinan a la Seguridad Social (S. S.). Se trata de una partida que ha ido creciendo a lo largo de los años y que no va a dar tregua en el futuro. Según estimaciones del FMI, se pasará de un gasto en pensiones del orden del 14% del PIB en 2021 al 18% en 2030 y al 26% en 2050. Este fuerte aumento no es resultado de una situación demográfica adversa, como en muchas economías desarrolladas. Diferentes estudios reiteran que Brasil cuenta con un sistema muy generoso dados los recursos disponibles.1 Concretamente, es relativamente frecuente jubilarse a edades tempranas (una vez cotizados 35 años, los hombres, y 30 años, las mujeres, no existe edad mínima de jubilación) con tasas de reemplazo o sustitución elevadas. En este sentido, cabe lamentar que los intentos del anterior Gobierno de conseguir una reforma moderada del sistema, centrada en aumentar las exigencias de cotización y fijar una edad obligatoria de jubilación, fracasasen.

La tesitura de las finanzas públicas es, por tanto, complicada, y el menú de alternativas a disposición del nuevo Gobierno es ciertamente limitado, a no ser que se opte por un cambio profundo en el sistema de gasto. En ausencia de esta reforma de calado, poco probable a la vista de la experiencia, lo más probable es que asistamos a una difícil gestación de un programa de ajuste que tratará de reducir los gastos discrecionales, contener los salarios públicos y lograr una reforma de la S. S., seguramente no muy distinta de la que naufragó en la legislatura anterior. Por el lado de los ingresos, cabe esperar algún aumento impositivo, cierto reordenamiento de la maraña de beneficios fiscales discrecionales y un proceso de privatizaciones modesto, pero el impacto fiscal podría acabar siendo reducido. El panorama fiscal es, y seguirá siendo, complicado, y, en consecuencia, las dudas sobre la sostenibilidad de las finanzas públicas continúan siendo una fuente de in­­certidumbre, para Brasil... y para el mundo.

1. Véase, por ejemplo, OCDE (2017), «Pension Reform in Brazil», Policy Memo.

Àlex Ruiz
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